martes, 30 de octubre de 2007

CAPITULO 1

PRIMERA PARTE: TRAICIÓN
1


La llanura Benderlock y el castillo Alcunter


La noche sorprendió a Dishlik, hijo de Maslirk, hermano y conspirador contra Disner y Brandelkar, en la llanura Benderlock; ésta recibía su nombre por pertenecer al castillo de amatista de Benderlock, la ciudad ubicada en la frontera del desierto, al norte del país: hábitat de criaturas que nadie nunca había visto. A no más de un día de marcha al este desde el Castillo de Amatista se llegaba a Voshla, castillo hecho en bronce (aunque Dishlik no sabía esto último, sólo sabía que Voshla estaba ahí, escondido en alguna parte).
La llanura Benderlock era un territorio de aproximadamente sesenta kilómetros cuadrados, ubicada de tal manera que Benderlock quedaba al norte, el volcán Colerk al sur, más al sur Alcunter (castillo hecho en plata pura), Brandelkar al oeste y Glardem (castillo fabricado en diamantes) al este. Era un territorio por el que recorrían dos ríos (el Corden y el Larden), el volcán estaba en medio de los dos cuerpos de agua; las hierbas de la llanura eran ideales para alimentar a los caballos, conejos, ciervos, venados y cervatillos que vivían en la región, siempre y cuando el Colerk se mantuviera inactivo.
Dishlik y todo su ejército llegaron a la llanura por el lado oeste, siguiendo el curso del río Larden (el más meridional de los ríos). Los dos ríos tenían un puente cada uno que permitía cruzarlos, construidos en las épocas de paz de Cómvarfulián y que ya nunca volverían; por una razón desconocida por todos los habitantes del país, sólo existía un puente para cada río, y éstos estaban ubicados en frente y detrás del volcán, lo cual era muy riesgoso y confuso.
Dishlik y sus hombres se detuvieron un momento en la orilla norte del Larden, frente al puente, a descansar y comer un poco de pan.
Dishlik miró al este un instante, a la escasa luz alcanzó a divisar una niebla espesa que se elevaba en el firmamento.
—Los Mingred se elevan en el cielo, algo están tramando—comentó. Luego continuó su viaje después de su merecido descanso.
Cruzaron el puente del Larden, en la otra orilla, Dishlik se detuvo. A partir de ése momento debería seguir las indicaciones que le había dado Dreylo para poder llegar a Alcunter al pie de la letra si no quería meterse en serios problemas. Así que, sumergiendo la mano en el río, saco de las profundidades del agua una piedra bellamente tallada con la forma de un jaguar.
—Vean—dijo—: el jaguar es el emblema de Alcunter. Esta piedra señala el linde norte del Castillo de Plata: llegaremos en dos días y medio como máximo— caminaron durante un tiempo y luego se acostaron a dormir.

Dishlik despertó con un sobresalto, un hombre con un cuchillo estaba encima de él. La luz de la luna que se filtraba a través de la entrada y la ligera tela de la tienda de Dishlik no era lo suficientemente fuerte para iluminar al hombre, pero no importaba quien fuera y de todos modos no habría servido de nada conocer su identidad ya que el hombre en esos momentos levantaba el cuchillo. Pero Dishlik detuvo su brazo moviéndose rápido y apretando la muñeca del desconocido con toda la fuerza que encontró adormecido como estaba. No obstante el gusano se libró de Dishlik con una gran acrobacia y salió corriendo. Pronto traspuso la entrada de la tienda de Dishlik, dispuesto a ocultarse en la oscuridad. Dishlik lo alcanzó y lo estranguló con sus propias manos, y arrojó el cadáver al río y de repente salieron de la nada una veintena de arqueros con sus armas apuntando a Dishlik.
El brandelkano se levantó, por primera vez en su vida no sabía que hacer. Por primera vez en su vida conoció el miedo, y la fría mordida de incertidumbre que ahora sentía en el estómago lo dejó petrificado donde estaba y sin ningún pensamiento que lo ayudara a salir de tan apretada situación.
Rápido como el viento, el ojo de Dishlik captó el cuchillo con el que habían intentado matarlo; y con más rapidez aún, sabiendo que era su última esperanza, Dishlik se arrojó al suelo y recogió el arma del difunto. Se levantó y se defendió cuanto pudo: dando vueltas sobre sí mismo y agachándose de vez en cuando, saltando de aquí para allá, cayendo sobre sus enemigos y saludándolos con una puñalada donde primero pudiera poner el golpe. De esta manera derribó a unos cuantos enemigos, y aunque pudo eliminar a sus agresores, recibió el impacto de algunas flechas antes de matarlos a todos y derramó más sangre de la que podía permitirse; aunque no tenía ninguna herida mortal. El tiempo de Dishlik sobre la tierra aún no se acababa, tenía algo más por hacer, y si hubiera sabido que era no habría sido el mismo nunca más.
A trompicones, Dishlik volvió al campamento, no se había alejado mucho, pero estaba muy cansado y herido y sentía que podía caerse en cualquier momento. En el camino, reunió las fuerzas que le quedaban para sacarse una por una las flechas de su cuerpo. Las puntas estaban manchadas por su propia sangre y no podía saber si había algún veneno que le hubieran infectado. Ya que Brandelkar contaba con un ungüento especial para las flechas, el cual producía una muerte lenta y dolorosa.
Por fin llegó a su tienda, extenuado y sin poder dar un paso más. Agobiado por una repentina fiebre, viendo todo borroso, sintiendo el mundo moverse, se desmayó profiriendo un grito parecido al de una bestia, aunque después muchos creyeron que lo había proferido el volcán y otros dijeron que el grito llegó a todo Cómvarfulián y todos los enemigos de Dishlik temieron y sus amigos albergaron nuevas esperanzas. Lo único cierto es que desde aquel día Dishlik adoptó este nuevo grito para la guerra.

Dishlik despertó al día siguiente dolorido y tendido en un lecho, frente a él tenía a Zolken, el herrero y ahora curandero sostenía unas vendas en sus manos.
—Zolken…
—No se mueva—respondió el herrero—. Estoy por cambiarle las vendas.
Hubo un silencio, mientras Zolken hacía su trabajo. Dishlik soportó los dolores con entereza y cuando todo estuvo listo, Dishlik ordenó continuar la marcha.
No habían caminado mucho cuando tuvieron que detenerse porque Dishlik se sentía como si hubiera caminado días y días sin descanso y comenzaba a subirle la temperatura, y cuando alcanzaba más de los cincuenta grados centígrados, el frío lo mordía y su temperatura bajaba a los diez grados, y así seguía sin parar y cada vez era más brusco este cambio.
Cuando caía la tarde, y en vista de que su capitán no mejoraba, Zolken tomó el mando y ordenó construir un camastro para cargar a Dishlik y poder continuar su recorrido durante un tiempo.
Y así murió la esperanza que tenía Dishlik de poder llegar a Alcunter al día siguiente, si seguían así, llegarían a su destino al menos en una semana (si tenían suerte).
Se detuvieron cuando quedó claro que Dishlik no aguantaría más la marcha; Zolken asignó a unos hombres para que cuidaran a Dishlik por la noche y lo protegieran de otros posibles atacantes.
A la mañana siguiente, la fiebre de Dishlik había aumentado tanto, que sólo con entrar a su tienda se sentía todo el calor que desprendía; muchos no podían explicarse este fenómeno, las heridas de Dishlik ya casi se habían cerrado y, al momento de vendarle las heridas, no habían advertido veneno alguno, únicamente notaron la sangre de Dishlik.
—Es uno de los peores males de Brandelkar—decía Zolken—. Ustedes deberían saber acerca de las flechas: humedecidas por un líquido sin color y sin olor que muy pocos conocen y que Disner emplea en casos especiales. La víctima no muere instantáneamente, pero su sufrimiento es peor que la muerte, ya que experimenta grandes cambios de temperatura, delira y, algunas veces, convulsiona o alucina; y después de soportar el sufrimiento durante semanas o incluso meses, el cuerpo no aguanta más y la víctima muere por fin. El odio entre los hermanos (que ya llegó a su punto máximo), dio comienzo a la guerra; Disner dio el primer golpe, le responderemos desde Alcunter.
”Lo que no me explico, es por qué Disner envió tan pocos hombres a matar a su hermano. De seguro lo quiere aún con vida para algo, tal vez hay brandelkanos siguiéndonos para encontrar Alcunter, no podemos llevarlos hasta allí, pero Dishlik debe llegar a Alcunter y algo se nos debe ocurrir. Es una buena estrategia, forzarnos a llegar lo más rápido posible para llevarlos a ellos también o dejar a Dishlik sumido en la agonía, tendré que pensar en algo.
Pero los días pasaban, Zolken no pudo pensar en una manera de contrarrestar la estrategia brandelkana, la marcha se hacia cada vez más lenta debido a las heridas de Dishlik, y durante todo el tiempo en que podían continuar su camino hacia Alcunter, muchos soldados lanzaban temerosas miradas hacia atrás, como temiendo que de la nada saliera todo un ejército para matarlos. Pero ninguno de sus temores se cumplió, muchos incluso creyeron que la teoría de Zolken era descabellada, pues no parecía que los siguiesen. Lo más sorprendente que sucedía eran los ocasionales copos de nieve que les caían en la cara, y que refrescaban a Dishlik más que cualquier otra cosa en el mundo: como si su amada le susurrara palabras al oído de ánimo y cariño.
Llegó un día en que sólo pudieron avanzar algo más de un kilómetro debido al estado de Dishlik, que empeoraba a cada segundo y ninguno de los recursos de sus hombres podía salvarlo.
A parte de los problemas de rapidez, también tenían problemas de provisiones. Dishlik había sacado de Brandelkar lo apenas necesario para poder llegar a Alcunter caminando a buen paso (por la sencilla razón que no quería nada que proviniera del Castillo Dorado). Sus planes hubieran funcionado si hubiera podido mantener el ritmo que él mismo había impuesto, pero le era imposible.
Ya no les quedaban demasiadas raciones de agua, pan, frutas o carne. Sólo lo que pudieran encontrar en su camino. Zolken, como nuevo líder de la marcha, ordenó una racionalización extrema de los víveres temiendo lo peor. Ahora sólo caminaban poco menos de dos kilómetros por día y ya casi no tenían nada para comer.
Habían recorrido casi la mitad del camino según lo que Dishlik sabía del terreno, cuando no tuvieron más provisiones y ya casi no se encontraban animales o plantas con frutos en esa época del año. Debían llegar ese mismo día, comprendieron todos.
Zolken miró al cielo, el sol de la mañana le iluminó la cara. El herrero entrecerró los ojos y continuó con la vista clavada en el sol y en las nubes. Se quedó así casi durante diez minutos, esclareciendo sus pensamientos. Luego se acercó a Dishlik y le dijo unas palabras en el oído que ningún soldado pudo escuchar. Después de recibir respuesta, Zolken asintió y se dirigió al resto de los hombres:
—No tenemos más recursos que nos permitan continuar el viaje. Si seguimos con el paso que hemos llevado estos últimos días, moriremos de hambre o por culpa del invierno que pronto llegará. Es primordial que lleguemos hoy a Alcunter. Además la salud de Dishlik empeora cada día. Él ya dio su aceptación para forzar la marcha hasta que lleguemos, sin importar que pase. Lo que en verdad importa es llegar y acabar esta guerra, así que en marcha. No nos detendremos ni siquiera para descansar, puesto que no hay razones para hacerlo, es primordial que a más tardar mañana estemos en Alcunter. El plan de Disner ha tenido éxito, pero me temo que no podemos hacer algo que sirva de defensa, debemos continuar y afrontar las consecuencias.
Todos se prepararon para la marcha que les aguardaba. Levantaron a Dishlik en su improvisado camastro y prosiguieron viaje. Cada cual llevaba sobre sus hombros una difícil carga: Zolken la de guiarlos hasta el final, Dishlik la de la fiebre que padecía cada vez con más dolor, los hombres que lo cargaban el peso del propio Dishlik y los demás soldados la incertidumbre de lo que pudiera pasar.
Las horas transcurrían lentas para el ejército brandelkano, conforme el sol se posicionaba más alto en el firmamento el cansancio era mayor. Todos sentían su carga cada vez más pesada y los sufrimientos eran indescriptibles, tanto los mentales como los físicos.
Quien más sufría era Dishlik: comenzó a tener visiones de las cuales no comprendía nada:
Había un Gran ejército frente a Brandelkar y el líder hacía sonar un cuerno como el que Dishlik llevaba en su equipaje.

Una figura andrajosa iba caminando por el bosque rumbo a unas montañas ubicadas al sur, parecía perdido, o sin rumbo: en su cara se veía una expresión mezcla de desesperación y furia. Aunque Dishlik no le calculaba más de cincuenta años, su cabello parecía mucho más blanco que la nieve que lo rodeaba.

De nuevo había un ejército frente a Brandelkar, pero ahora la batalla se desarrollaba, el sol pareció bajar a la tierra en las manos de un hombre.

Un caballero era apresado por diez hombres y conducido a un barco, aunque muchos trataban de rescatar a su compañero, ninguno llegó y, lentamente, el llanto más triste que Dishlik había oído le inundó el corazón y deseó el mismo vengarse.

Veía un caballero con una armadura con el signo del dragón, cabalgando en un corcel negro como el carbón, de repente, el caballero desplegaba su estandarte, y se revelaba la forma de un cóndor. En la otra mano parecía empuñar un rayo de sol, y detrás de él venían temblores, tormentas, fuego y niebla y comenzaba una batalla como nunca había visto.
Luego, todo se rodeó de penumbra y otra visión apareció, mucho más nítida que las anteriores:
Una figura iba caminando por el desierto más grande que había visto, la figura iba murmurando para sí, y lloraba desconsolada. Luego Dishlik pudo ver mejor, ya que fue como si se elevara por los aires, y se dio cuenta de que la figura iba caminando por una isla, y que el desierto abarcaba toda la isla, la cual se hundía más y más.
Entonces Dishlik pudo ver el rostro de la figura y despertó con un sobresalto.
— ¡Zolken!—gritó— ¿Dónde estás?
—Aquí, mi señor—respondió una voz y Zolken salió de las sombras.
—Debemos llegar a Alcunter ahora—dijo Dishlik. Y en ese momento, sintió que le subía la temperatura y que la saliva se le espesaba.
—Hacemos todo lo posible—dijo Zolken—. Avanzamos al paso más exigente que permiten sus heridas; si apretamos más la marcha, podría morir.
—No me importa—dijo Dishlik, casi gritando, luego ordenó hacer un alto para pedir tinta y pergamino y, con las pocas fuerzas que le quedaban, escribió unas cosas, enrolló el pergamino y se lo entregó a Zolken diciendo—: si no sobrevivo a la marcha, entrégale esto a Dreylo. Él debe saber—luego, Dishlik le susurró al oído las instrucciones para llegar a Alcunter, y prosiguieron el viaje
Caminaron todo el día a un paso que a Dishlik le parecía agotador pero increíblemente lento. Si no podía llegar vivo a Alcunter, no podría explicarle a Dreylo más detalladamente sus visiones, que estaba seguro tenían que ver con la guerra en Cómvarfulián. Lo que no sabía era que la guerra de sus visiones se extendería por más tiempo del imaginado.
Cerca de las cinco de la tarde, cuando Dishlik preveía que les faltaban unas pocas horas para llegar, la Tierra, que presentía que venían derramamientos de sangre, lloró por sus hijos. Lloró en forma de lluvia sobre los culpables de todo: Dishlik y sus hombres.
— ¡Rápido, holgazanes!—gritaba Dishlik tratando de hacerse oír sobre aquel estruendo. Tratando de ser más que la Tierra que lo había creado, y más grande que su madre no puede ser ningún ser vivo.
— ¡Alto!—ordenó una voz de improviso— ¿Quién osa entrar en los dominios de Dreylo, Gran Señor de Alcunter?
A lo que Dishlik respondió, cantando la clave secreta de Alcunter por esos días, siguiendo las indicaciones que Dreylo le había dado:
Duro como piedra,
Frío como el hielo,
Fiero como jaguar:
Es nuestro amo Dreylo.
Y la voz le respondió:
Y le pertenecen
La tierra y el cielo.
Dueño de todo el mar:
Es nuestro amo Dreylo.
De repente, de entre los árboles salieron treinta hombres.
— ¡Dishlik!—exclamó el líder de aquellos hombres en cuanto vio al brandelkano— ¿Qué haces aquí? Se suponía que el próximo informe era hasta la primavera.
—Tuve ciertos imprevistos, Markrors—Dishlik sonrió a duras penas, pues el calor lo agobiaba, y unos escalofríos lo recorrían.
— ¿Qué…?—Markrors se interrumpió apenas sus castaños ojos vieron la comitiva que traía Dishlik consigo.
—Verás…-comenzó Dishlik, pero un trueno lo interrumpió y el hombre calló.
—Síganme—anunció Markrors.
Se internaron en el robledal, acompañados por cerca de cincuenta hombres más. Caminaron aproximadamente diez minutos hasta llegar a una serie de tiendas de campaña.
—Este es uno de los lugares de guardia de Alcunter, muy cerca del castillo. No más de veinte kilómetros, según nuestras mediciones. Dormirán aquí—añadió Markrors—. Mañana iremos al castillo. Dreylo no está, porque salió a cazar. Alcunter está ahora bajo el mando de Drog, hijo de Dreylo, hijo de Kreylo, hijo de Karmesh, hijo de Xarmesh, conquistador de Cómvarfulián. Drog tiene dieciocho años y su padre le prometió que le permitiría acompañarle en su plan de conquista, o de Reconquista, como lo llama Dreylo—Markrors daba esta explicación a los hombres de Dishlik, ya que él ya se conocía muy bien la historia. Continuaron su camino y cuando hubo una mesa, un fuego que los calentara y cerveza suficiente para saciarlos, además de un techo que les protegiera de la lluvia, Markrors añadió—: Ahora, cuéntame, ¿Qué pasó?
Zolken y Dishlik contaron los pormenores del viaje, desde el destierro de Brandelkar. Dishlik prefirió omitir sus visiones en todo caso, y acabaron en el preciso momento en que se encontraron bajo la lluvia.
— ¿Por qué te apresuraste, si sabías que podías morir en el intento?—preguntó Markrors.
—Porque sabía que mi demora nos perjudicaba a todos—inventó Dishlik con rapidez.
—Zolken, ¿Estás seguro que hay brandelkanos siguiéndolos?
—No completamente seguro, pero todo parece indicar que así es.
Markrors empalideció y salió de la tienda con buen paso.
Dishlik comenzaba a adormilarse, cuando Markrors volvió con el pánico reflejado en la cara.
—Antorchas, se acercan brandelkanos con antorchas.
— ¿Cuántos son?—preguntó Dishlik.
—Los suficientes para destruirnos y sitiar el castillo, de acuerdo a lo que nos indican los resplandores y teniendo en cuenta que Dreylo no está—respondió Markrors, temblándole la voz.
—Pero por qué vienen con antorchas, podrían atacarnos sin que nos diéramos cuenta si avanzaran en la oscuridad—dijo Zolken.
—La lluvia es muy fuerte, necesitan una luz que les indique el camino, además no saben con exactitud dónde está el castillo y necesitan capturar a alguien que les diga—explicó Markrors, al mismo tiempo que ayudaba a Dishlik a levantarse.
Salieron de la tienda, y, en la lejanía, vieron acercarse unas luces titilantes.
Los soldados alistaban sus armas y formaban, listos para la desesperada defensa.
Enviaron mensajeros pidiendo ayuda a Alcunter.
En unos minutos, los brandelkanos se lanzaron contra los alcunterinos.
Dishlik pronto comprobó que él era un estorbo en la batalla: la fiebre no lo dejaba actuar con rapidez y le opacaba los pensamientos. La espada le pesaba y la vista se le nublaba. El oído no cumplía sus funciones y un sabor a sangre fue lo único que Dishlik pudo recordar después.
Entonces, Dishlik observó que los soldados enemigos traían en sus manos las cabezas de los mensajeros, no supo cómo pudieron haber atrapado a los desdichados, de todas formas ya no importaba. Importaba actuar, así que tomó una resolución. Él era un brandelkano, sabía como pensaban y actuaban los brandelkanos, pero en su corazón era alcunterino. Aunque muriera cumpliendo su cometido, recorrería los veinte kilómetros que lo separaban de Alcunter para pedir ayuda él mismo.
Fingió que se desmayaba y que la fiebre le había ganado; luego, se arrastró por el suelo, buscando escabullirse de aquel lugar. Cuando estuvo seguro de que estaba a salvo, se levantó y corrió rumbo al sur lo más rápido que pudo.
Fue una de las marchas más agotadoras de su vida, había recorrido unos pocos metros cuando sintió que las fuerzas le fallaban. Pero tenía que seguir.
Se despojó de la cota de malla que llevaba puesta para la batalla y continuó su camino.
Dishlik calculaba que, si seguía a este paso, llegaría a Alcunter en ocho horas. Mas, necesitaba llegar en tres horas como máximo, lo cual significaba un esfuerzo sobrehumano para él.
Dishlik aceleró su andar todo lo que pudo, pero no tanto como él quería, al final, se le hubiera podio ver aferrándose a las ramas de los árboles con desesperación, en un intento de mantenerse en pie. Transcurría el tiempo. Dishlik ya no sabía cuantas horas llevaba caminando, pero comprendía que no podía parar. Por fin, se desmayó. Y tuvo la misma visión tres veces, y parecía que iban pasando años entre visión y visión, porque aunque era lo mismo, era diferente:
Un hombre estaba sentado en un gran sitial de plata, y un anciano se acercaba y depositaba en su cabeza una corona.
Dishlik despertó, sintiéndose reconfortado y listo para llegar a Alcunter. De repente se sintió lleno de vitalidad y con las fuerzas suficientes para enfrentarse a un ejército de Mingreds. No supo de dónde provino esa fuerza hasta que no vio a los alcunterinos batallar contra el enemigo.
Corrió un buen tiempo sin sentirse cansado, hasta que divisó a lo lejos un gran castillo, construido solo y únicamente de la más fina plata del mundo y que ya casi no puede encontrarse en ningún lugar: Alcunter.
Dishlik golpeó las puertas con gran fuerza (en Cómvarfulián nunca fueron muy populares los pozos circundantes a los castillos, infestados de cocodrilos y cosas por el estilo, ya que esos castillos fueron construidos en tiempos de paz). Insistió y gritó hasta quedarse sin voz y con el puño cansado, un gran hoyo quedó en la puerta, ya que la fuerza de Dishlik era tan descomunal que con cada golpe saltaban astillas por todas partes. Cuando por fin alguien se atrevió a contestar su llamada, tuvo que recitar de nuevo Duro como piedra, hasta que le dejaron pasar, de mala gana por cierto, y entró gritando y exigiendo a Drog hasta que despertó a casi todo el castillo.
Luego, de lo más alto del castillo, bajó un muchacho de no más de veinte años.
— ¿Qué os apena, gentilhombre?—preguntó con grandes aires de realeza.
— ¿Es usted Drog?—preguntó Dishlik, y sin esperar respuesta añadió—: Mi señor, soy Dishlik. Sin duda su padre ya le habrá contado acerca de mi misión en esta guerra, misión que ahora peligra, pues los centinelas del norte han sido atacados por un ejército de brandelkanos y si caen, el castillo será sitiado.
—Eres brandelkano, a juzgar por lo que veo y por lo que dices, ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? ¿Cómo sé que tú eres el verdadero Dishlik y no un espía de Brandelkar con la información suficiente para llegar al castillo?
—Es su elección, no tengo nada que garantice mi identidad, sólo mi palabra. Pero le pido que considere lo que digo, le estoy suplicando que me crea y me acompañe con todos los hombres posibles, de lo contrario, nadie sabe que puede pasar.
Un gran silencio siguió a las palabras de Dishlik, quien observaba cómo Drog pensaba rápidamente y analizaba todas las posibilidades. Sin duda, el muchacho había sido educado bien para ser el Señor de Alcunter.
—De acuerdo, confiaré en tus palabras, ya que pareces diciendo la verdad, a juzgar por el brillo de tus ojos y el tono de tu voz. Nos acompañarán cincuenta hombres, guiados por ti. El resto del ejército irá a la avanzadilla del norte a ver lo que se tenga que ver.
Cuando todo estuvo listo, Dishlik, Drog, y cincuenta hombres más partieron, guiados por Dishlik hijo de Maslirk, hermano y conspirador contra Disner y Brandelkar. Todos iban montados a caballo y tomaban por caminos inéditos con el fin de no llegar tarde. Pocas veces fueron por el camino normal. El resto del ejército llegaría por el camino convencional y después de organizarse un poco mejor. En el camino, Drog se enteró de todo lo relativo a Dishlik desde que había entrado a servir a Alcunter, y todos los planes que tenía para el futuro.
—Entiendo—concluyó Drog, luego de oír con mucha atención y sacar sus propias conclusiones. Después añadió—. Sus planes son buenos, pero ¿Qué hace falta para que se cumplan?
—Que no caiga la avanzadilla y que no quede ni un brandelkano con vida, mi señor—respondió Dishlik.

domingo, 21 de octubre de 2007

DREYLO Y DISHLIK: UNA HISTORIA DE CONQUISTA


DREYLO Y DISHLIK: UNA HISTORIA DE CONQUISTA


PRÓLOGO





Desterrado


— ¡Malditos, ya me las pagarán!
Aquel fue el grito que resonó en el antiguamente glorioso y ahora desaparecido país de Cómvarfulián, hace ya muchos años. Por la época en que cinco provincias disputaban el control de la región.
Quien había gritado había sido el último comandante del ejército brandelkano. Provincia con castillo dorado ubicada en la parte más occidental del lugar, a orillas del mar. El comandante, Dishlik, detuvo la marcha para poder gritar, y luego fue coreado por todo su ejército:
— ¡Malditos, ya nos las pagarán!
— ¿Ustedes creen que se atrevieron a desterrarme a mí: Dishlik, antiguo comandante del ejército brandelkano, hijo de Maslirk y anteriormente tercero al mando de Brandelkar?—le preguntó el hombre a sus soldados, volteando su cuerpo para poder verlos a todos, y que todos pudieran ver la frustración de su rostro.
—Imposible de creer, eso es lo que pasa—coreaba el ejército.
—Pero, jefe—apuntó un hombre fornido, de aproximadamente cuarenta años, una tez mucho más pálida de lo normal, y, por así decirlo, una contextura muy inconsistente, como hecho de humo. Era casi como si se pudiera ver a través de él, pero sólo casi. Sus brazos eran musculosos y las venas sobresalían en las manos y los desnudos brazos del hombre. Medía aproximadamente metro setenta y cinco, aunque se veía más alto debido a las botas que usaba cuyas suelas eran tan gruesas que lo levantaban cinco centímetros más del suelo. Sus ropajes eran todos de cuero, de color casi negro. Lo que causaba un extraño contraste con la blanca piel y el cabello del hombre, el cual poseía destellos luminosos. En su cinto llevaba colgados un martillo, un cincel, tenazas y muchos otros objetos por el estilo. Aunque no muy entrado en años, el cabello era blanco, pero con tintes de azul, e increíblemente largo y desenmarañado para alguien que lucía tan viejo; con mechones que resaltaban aquí y allá, que llegaban casi a la mitad de su espalda y que también reflejaban la luz otorgándole un color diferente, casi plateado; la mezcla entre los dos colores de luz producía un ambiente mágico, que de inmediato era capaz de transportar a quien lo viera al país de sus sueños. En los ojos de frío color gris de este extraño hombre se reflejaban inmensos padecimientos y una gran resolución— ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Zolken—repuso con cordialidad Dishlik. Un hombre de cabello color castaño oscuro y ojos casi negros. Una barba que cubría casi la mitad de su rubicundo rostro. Era un poco más alto que Zolken, y su edad rondaba los treinta años. Su cuerpo atlético y su expresión de fiereza reflejaban la resolución que poseía. Vestía unas sencillas pero bellas prendas debajo de su protección y de su cinto colgaba una espada que le llegaba un poco más arriba de la cintura cuando se le apoyaba al nivel del suelo, la cual estaba dentro de una vaina de cuero muy humilde. Dishlik no gustaba de muchos lujos, y menos ninguno que lo vinculara con Brandelkar después de lo que había sucedido en los últimos días—, amigo. Tu habilidad para la herrería es tan grande e increíble, que eres el mejor herrero que jamás existirá; incluso muchos dicen que eres un Mingred entre los hombres—un Mingred, es una criatura nacida en la Zona de Niebla Misteriosa, al este del país: hecha de la misma niebla en que habita, cuando tocan cualquier cosa la transforman en lo que ellos desean que sea; aunque toquen una rama, pueden transmutarla en un castillo, dicen que su poder viene de la tierra misma. Nadie sabe qué aspecto tiene en realidad un Mingred, puesto que ellos mismos pueden transformarse en lo que quieran, como grandes camaleones. La única manera de descubrir un Mingred es verlo transformar objetos. Ante su sola mención, Zolken quedó aturdido—; pero tu ingenio sólo sirve para crear, no para razonar. Yo ya tengo mis planes bien estudiados. Yo soy su jefe—añadió con superioridad—, así que es justo que confíen en mí. Les prometo que no se arrepentirán.
— ¿Cuál es el plan, jefe?—preguntó un soldado desde la cuarta fila de hombres.
Dishlik se quedó un momento en silencio, pensando, con una expresión terrible en los ojos: sufría todo lo que recordaba; luego resumió todos sus objetivos en una palabra:
—Vengarme.
—Pero ¿Cómo lo conseguirás?—preguntó el herrero Zolken por enésima vez.
—Iré donde la única persona que supo apreciarme, y él me ayudará—respondió Dishlik con las mismas palabras que usaba siempre ante tal pregunta; con una alegre, pero demente, expresión en su rostro: gozaba de todo lo que imaginaba en esos momentos, y los tormentos que antes recordara se desvanecieron como las tinieblas en el día.
—Se refiere al perro por el que traicionó Brandelkar—murmuró un soldado desde una de las filas de en medio al compañero de al lado. Un soldado que todavía no asimilaba lo que sucedía a su alrededor. Un soldado que, por una sola frase—que fue captada por los agudos oídos de Dishlik—se encontró al instante siguiente con la cabeza cercenada por la espada y el brazo de su jefe, quien se abrió paso entre su ejército como si los hombres y caballos fuesen agua y que en menos de un parpadeo ya había desenvainado y atacado, sin darle oportunidad al otro para defenderse.
— ¿Alguien más duda de mis planes?—preguntó, mirando alrededor de manera que todos sus hombres vieron la misma expresión demente en su rostro, pero no acompañada de felicidad, sino de una furia asesina. Sujetaba su arma con fuerza en la mano derecha, y por el filo escurrían unas cuantas gotas de sangre: las últimas de aquella vida que encontró su final por expresar su pensamiento. Dishlik recorrió toda la formación con los ojos, penetrando a todos con esa mirada tan cruel. Al no encontrar ninguna otra “opinión”, añadió—, porque si es así, le sucederá lo mismo que a este—pateó el cadáver—. Ya están prevenidos. —Hubo un incómodo silencio durante unos instantes, sólo interrumpido por el trinar de los pájaros; nadie quería enfrentarse a aquel hombre de casi dos metros, que de un golpe podía derribar a un oso y que con su mirada acobardaba a un león— Me gusta saber dónde está su lealtad—finalizó Dishlik.
—Te seguiremos hasta el fin del mundo, si es necesario—puntualizó Zolken.
—Eso espero—dijo Dishlik secamente.
Acabada la charla, Dishlik limpió su espada con unas hojas caídas y la envainó de nuevo. Luego dio la orden y todos se sentaron a comer.
—Solamente aquel idiota pudo haber soñado con hacer enfadar a Dishlik ahora, tal como están las cosas, y sobrevivir en el intento—pensó el soldado al que se había dirigido el difunto hacia un momento.
Aquello cierto era. Dishlik era alto y sano como un roble, y fuerte y feroz como la peor fiera de los bosques y las montañas, la cual no era el Mingred ni mucho menos (existen cosas peores). Su fuerza y su mirada eran, como ya se habrá podido deducir, su mayor atributo y ventaja a la hora de cualquier confrontación; pero se necesitaba eso y mucho más para intimidar a Disner: hermano mayor de Dishlik y señor de Brandelkar.
Disner era mucho mejor que Dishlik en todo, y por mucho que éste trataba de alcanzarlo, Disner siempre llevaba la delantera: Disner era un gran guerrero, justo, inteligente y gran estratega. Y, aunque Dishlik había obrado en contra de su hermano durante toda su vida por venganza (según él), Dishlik mismo sabía muy en el fondo que todo lo hacía por celos.
Por esta razón, Dishlik siempre había intentado (sin éxito) opacar a su hermano.
Su último plan, lo único que consiguió fue una ruptura familiar.
Todo había comenzado cuando Dishlik se había aliado con otra de las ciudades que luchaba en la guerra civil por el dominio del bosque: Alcunter, el Castillo Plateado ubicado en el bosque sur de la región y, de estar todas las cosas en orden, capital de Cómvarfulián.
La alianza de Dishlik y Alcunter había empezado un día de verano de hacia ya casi tres años. Dishlik estaba sólo cazando. Aunque casi siempre lo acompañaba su mejor amigo Nímer, había decidido cobrar sus presas solo ese día.
Había escogido perseguir a un joven ciervo que pastaba cerca de las llanuras, por la zona sur occidental del pastizal. Estaba ubicado un poco cerca al río, en caso de que necesitara beber. Estaba en pleno apogeo de su existencia y sería un buen obsequio para su hogar.
Dishlik se preparó para atravesarlo con una flecha cuando, de repente y pareciendo salir de la nada, un jabalí con monstruosos colmillos y de gran volumen, irrumpió en escena y mató al ciervo. Dishlik, quien no pudo creer su suerte, se preparó para acabar con el nuevo voluntario. Oculto entre los árboles se preparaba para lanzar su flecha, cuando por error pisó una rama caída.
La bestia se dio la vuelta y se lanzó en feroz embestida. Dishlik a duras penas y pudo esquivarlo lanzándose a un lado. Se levantó a tiempo para divisar como el jabalí volvía a su ataque y, sin tiempo para desenvainar su espada, sólo pudo correr. Al llegar a la orilla del río, el animal lo alcanzó y juntos cayeron al agua. La corriente no era muy fuerte en esa época del año, por lo que Dishlik tuvo una preocupación menos. Pero el jabalí continuó cazándolo dentro del agua. Dishlik sintió los colmillos rozarle la cara y se creyó morir ante el peligro y la falta de oxígeno, cuando una espada entró al agua atravesando al jabalí. Y unas manos lo sacaron, salvándole la vida.
Dishlik casi no pudo respirar. Por lo que en un principio se preocupó únicamente por hacerlo. Cuando todo hubo vuelto a la normalidad, miró a su alrededor y se encontró frente a un hombre de piel pálida, cabello rubio y ojos como la corteza de uno de los árboles del bosque. Por la forma de vestir supo inmediatamente que se trataba de un alcunterino, ya que ellos usaban armas y cotas de malla hechas con la plata más reluciente del mundo.
Dishlik retrocedió de inmediato, atemorizado por lo que aquel hombre pudiera hacerle.
—Tranquilo, no pretendo hacerle daño, aún—le dijo—. Simplemente venía yo detrás del jabalí cuando vi lo que sucedió, aproveché la oportunidad para hacerme con mi presa pero no podía dejar morir a un hombre, aunque fuera un brandelkano—Brandelkar y Alcunter eran las dos provincias con la mayor enemistad—. Prefiero matarlo en combate.
Dishlik sonrió macabramente, y desenvainó su espada. El combate fue corto: el hombre se movía con rapidez y muy pronto Dishlik quedó tendido en el suelo, con la punta de la espada del hombre reposando sobre su cuello. Sin embargo, nada pasaba. Ambas personas jadeaban, Dishlik por el cansancio, el hombre por la alegría. Sin duda Dishlik moriría en cuestión de segundos, o eso esperaba él. Por lo que quedó sorprendido cuando el hombre dijo:
—Podría matarlo, y sin duda me llevaría un gran honor. Pero no sólo de honor se puede ganar la guerra—parecía más hablándose a sí mismo que a Dishlik—. Pero, si le perdono la vida y lo pongo bajo mi causa, entonces tendré honor y un aliado. No me parece tan mala idea—acto seguido observó a Dishlik con una mirada interrogante.
Dishlik quedó enmudecido ante la bondad de aquel hombre, así que, tendido sobre el suelo, le dijo:
—Mi señor, le debo mi vida. No sé como pueda pagarle, pero téngalo por seguro que lo que pida lo haré.
Una sonrisa apenas perceptible cruzó los labios del hombre, entonces le dijo:
—Pues bien, como lo pida usted. Esto es lo que quiero como pago a su deuda: veo que es un brandelkano por las ropas que trae y la manufactura del arma. Mi nombre es Dreylo, Señor de Alcunter y quiero que esta guerra acabe pronto, pero para lograrlo debo vencer a todas las provincias que me disputan el poder. Por eso pido que se convierta en mi espía personal y me de información de Brandelkar una vez al mes, para que yo pueda organizar mi estrategia, si se rehúsa, lo mataré debido a que gané el combate y estoy en todo mi derecho de cobrar su vida.
Dishlik lo pensó por un momento, le parecía traición lo que le estaban pidiendo, pero lo había prometido y era un hombre de palabra, por otro lado, no quería perder su vida ahora que la había recuperado. Además, su hermano siempre había sido el preferido y Dishlik quería borrarle la petulancia del rostro. Por lo que accedió a lo que le pedían. Acto seguido, Dreylo le hizo jurarle completa lealtad a él y su familia, y Dishlik accedió.
Dreylo, señor de Alcunter y única persona que de verdad pudo controlar a Dishlik, había conseguido que el comandante brandelkano se convirtiera en un espía a su favor con inusitadas promesas de poder. “Si tú me ayudas a derrotar a Brandelkar” había dicho Dreylo, “podré conquistar Cómvarfulián con facilidad, después, te cumpliré todos tus deseos”.
Lo único que Dishlik quería era ganarle a su hermano (por una vez al menos), y convertirse en señor de Brandelkar, de manera que se unió a Alcunter.
Desde ese momento Dishlik y Dreylo se reunían en el lugar del primer encuentro una vez al mes. Dishlik transmitía toda la información a la que podía acceder, ya que como no era el Señor, no podía saberlo todo. Pero se fue dando cuenta de las cosas con el pasar del tiempo y ahora por fin comenzaban a tener un plan claro.
—Muy bien. En mayo debes hacer que la conspiración se descubra y que Disner envíe su ejército. Nosotros los emboscaremos en el bosque, entre nuestras armas y el río y entonces ganaremos. Tú y tus hombres deberían unírsenos antes de la batalla, por lo que debes prestar mucha atención a lo que voy a decirte, ya que es la clave para entrar en Alcunter—acto seguido Dreylo le dio a Dishlik las indicaciones necesarias.
Dishlik tenía todo listo para poder conseguir sus objetivos…
Pero, Disner descubrió los planes de Dishlik, de una manera tan increíble, que pareció como si pudiera leer mentes. Mandó a llamar a Dishlik al salón principal de Brandelkar y lo presionó para que le contara, diciéndole que ya lo sabía todo y que no soportaría la traición. Tanto insistió que Dishlik accedió a contarle, en un acceso de ira y después de que le confesara de su propia boca todas sus maquinaciones, la cólera de Disner se desbocó: negó a Dishlik como hermano y lo desterró de Brandelkar. Dishlik aceptó las condiciones, y aquella noche se había llevado a sus hombres rumbo a Alcunter. De hecho, aún recordaba todo lo sucedido desde entonces:
— ¿Por qué lo hiciste, infeliz?—había preguntado Disner, poniendo especial énfasis en la última palabra. Se levantó de su asiento y fulminó a Dishlik con sus ojos verdes. Dishlik y él eran muy parecidos. Pero Disner era un poco más alto y menos fornido, y no tenía barba.
—Por poder, es la razón de la vida, hermano—respondió entonces Dishlik, también poniendo énfasis en la última palabra, énfasis cargado de odio y celos hacia su hermano.
— ¡Desgraciado!— gritó luego Disner—. Ahora no tengo hermano—enfatizó también en esta última palabra, cargada con igual odio—: Ya no eres un brandelkano, vete y no vuelvas nunca más—terminó gritando.
Dishlik partió esa misma noche, acompañado del herrero Zolken (el mejor que había visto), y todos los hombres en que podía confiar, menos uno, su esperanza mayor: Bosner, hijo de Blam, quien se quedó en Brandelkar por órdenes explícitas de Dishlik en cumplimiento de una misión muy importante. Hubiera preferido llevarse a Bosner y dejar a alguien más con esa importante misión, pero no había podido encontrar a la persona que quería, así que le había tocado conformarse con lo primero que pudo hallar.
Desde aquel momento habían transcurrido dos días con sus noches, y el viaje estaba a punto de terminar.
—Señor, ¿Continuamos?—preguntó una voz.
Dishlik salió de sus ensoñaciones. El día ya casi se convertía en noche y el quería llegar lo más rápido posible. Por lo que apuró su comida, compuesta por un poco de carne y agua, se levantó y respondió a la pregunta de Zolken con una exclamación:
— ¡Vamos arriba!, el día ya casi termina y debemos llegar para acabar con la guerra y cobrar nuestra venganza sobre aquellos que nos humillaron—Dishlik había logrado convencerlos de que tanto ellos como él habían sido humillados por Disner y Brandelkar (con algunas salvedades, como el soldado decapitado), ahora todos estaban con él, llevando a cabo su venganza personal— ¡En marcha!
Todos obedecieron a las órdenes de Dishlik e, imitándolo, se pusieron de pie y continuaron su camino.
—Es hora de reunirme con mi verdadero padre—pensó Dishlik una y otra vez durante todo el trayecto. El lugar donde hacia poco había pasado el ejército parecía normal, sin rastros de la marcha de aquellos hombres, exceptuando el cadáver de un hombre cercenado y su cabeza con expresión horrorizada, que fueron dejados atrás sin siquiera un entierro digno y al amparo de los carroñeros. Las aves bajaban desde los cielos atraídas por el dulce aroma a sangre y putrefacción. Sin duda la luz, que había en el ambiente ayudaba a una descomposición más rápida de la carne y lo que media hora antes había sido un hombre vivo ahora era un banquete para los habitantes de los aires y los gusanos en la tierra.
Ajeno a todo esto, Dishlik prosiguió su camino, seguido por todo su ejército. En su cabeza sólo cabían lo sueños de venganza. Cerraba los ojos y veía cómo la sangre de su hermano corría y él se bañaba en ella. En sus imaginaciones, Dishlik se veía sentado en el trono de Brandelkar, dominando por fin tal y como lo había deseado. La vida por fin le sonreía y Dishlik le sonrió a su vez al bosque, que observaba en silencio como el elemento clave para la destrucción de todo lo bello en el mundo daba los primeros pasos hacia su destino. Pues desde su nacimiento Dishlik había sido escogido para efectuar esa labor. No era la mejor tarea de todas, pero alguien debía hacerla, porque la muerte es algo tan necesario como la verdura que desaparece, como la vida misma.