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Batallando con Drog
Batallando con Drog
Los brandelkanos habían llegado, portando las cabezas de los mensajeros alcunterinos: la desesperanza cundió por el campo de batalla.
Markrors incitaba a los hombres a no rendirse y a luchar y morir con honor, puesto que ya no se podía permitir el lujo de perder ni un hombre, aunque fuera de mensajero. Ya lo único que podían hacer era luchar y rezar para que un milagro salvara sus vidas, porque la diferencia numérica se inclinaba a favor de Brandelkar y por eso mismo luchaban envalentonados y los alcunterinos sin esperanzas.
Con el rabillo del ojo, Markrors vio caer a Dishlik, aunque no vio quien lo había matado.
Una furia ciega se apoderó de Markrors, así que se abrió paso hasta donde había caído Dishlik, pero no encontró ningún cadáver. Un dolor lo sacó de su ensimismamiento: una flecha se había incrustado en su cuerpo, y él adivinó que estaba empapada con aquella sustancia que lo haría sufrir antes de morir en manos brandelkanas.
Giró su cuerpo, buscando al maldito que le había disparado. La formación de arqueros de Brandelkar constaba de cerca de cincuenta hombres, y todos estaban unidos en un solo grupo que inspiraba respeto.
Markrors tomó la resolución de vender cara su vida, de matar tantos brandelkanos, que su nombre sería cantado por todo el ancho mundo, honrando su valentía. Incluso le pareció oír a lo lejos una voz que decía: Y ahora, la historia de Markrors el Valiente, quien mató tantos hombres como no lo hubieran podido hacer cincuenta.
—Deben ser las alucinaciones que produce la herida—se decía a sí mismo.
El alcunterino se dirigió a toda velocidad al lugar donde estaban los arqueros, desviando las flechas con su espada y recibiendo otras cuantas. Al llegar se abrió paso entre los brandelkanos a punta de golpes de espada. Él sólo pudo matar a todos los arqueros, pero como recompensa recibió muchas más flechas que Dishlik, casi treinta más. No obstante, salvó a muchos alcunterinos más de caer en el sufrimiento brandelkano.
Después de matar a todos los arqueros, Markrors se recostó un momento contra el tronco de un árbol a quitarse todas las flechas del cuerpo. Sabía que era una tontería y que perdería mucha sangre, pero tantas flechas le impedían luchar con soltura.
En los años posteriores, Markrors nunca se explicó cómo pudieron caber en su cuerpo tal cantidad de flechas. Parecía una cantidad interminable, si en Cómvarfulián hubieran existido criaturas gigantes, sin duda lo habrían confundido con un alfiletero. Al cabo de quince minutos, cuando no quedaban más flechas en su cuerpo, la sangre brotó a chorros de cada herida y Markrors sentía la vida escaparse de su cuerpo.
Finalizada su tarea, se levantó dispuesto a seguir luchando, pese a que sentía los miembros mucho más pesados de lo habitual.
Emprendió una carrera desenfrenada en busca de enemigos, dejando detrás de sí un rastro de sangre que hizo fácil ubicarlo al principio pero que después se volvió muy confuso conforme la batalla se extendía.
Al llegar frente a un brandelkano. Reunía las fuerzas que tenía (y que con el tiempo eran más escasas) y luchaba con él. La desesperación lo hizo más fuerte y por eso pudo luchar más tiempo y más ferozmente. Por lo que ningún hombre que se enfrentara a él pudo seguir con vida.
Al acabar con una vida brandelkana, se detenía un momento para descansar y recobrar fuerzas. Luego empuñaba su espada y cercenaba cabezas a diestra y siniestra.
Las horas pasaban y los brandelkanos caían, pero su ventaja numérica no se reducía. Al final, Markrors y un pequeño grupo de compañeros eran los únicos que seguían en pie.
Dishlik y Drog cabalgaban a la cabeza de la comitiva rumbo a la avanzadilla. Avanzando entre los matorrales como si fueran orquídeas en plena primavera. Durante el camino, Dishlik le habló a Drog acerca del ataque que había sufrido, pero no de las visiones, eso lo dejaría reservado para Dreylo. Lo que había visto había sido, en cierto modo, escalofriante.
Los caballos cruzaban la tierra a una velocidad impresionante, a duras penas y tocando el suelo con sus cascos, cada vez estaban más cerca y conforme se aproximaban a la avanzadilla, el silencio y la tensión eran más fuertes.
Los minutos pasaban, la noche corría a la mañana, cuando por fin se oyeron a lo lejos los ruidos de la batalla.
—Nos acercamos por fin—se decía Dishlik, sintiéndose profundamente cansado. Su fiebre, que se había reducido después de su última visión, había vuelto a aumentar y Dishlik sentía que podía caer del caballo a cualquier momento.
Por fin, estuvieron a no más de doscientos metros de la avanzadilla. Drog ordenó que se replegaran y estuvieran listos para el ataque.
Los soldados se dispersaron, rodeando el campo lo mejor que podían, procurando cubrirlo todo pese a su poca cantidad.
Cuando todo estuvo listo, Drog ordenó atacar, y, con un grito de guerra, los cincuenta y un alcunterinos y el brandelkano entraron en la contienda. Y el júbilo, que se reflejaba en las caras de los que ya se daban por vencidos, los inundó y les dio fuerzas inesperadas para seguir luchando.
Markrors y sus hombres ya se daban por vencidos, y ya veían caer a Alcunter, cuando un grito, que parecía venir de los mismos árboles, los sobresaltó a todos.
Llegaban refuerzos de Alcunter, y en la cabeza, iban Drog y Dishlik, comandando a los hombres en un intento desesperado por defender la avanzadilla. La alegría que obtuvo Markrors no puede describirse con palabras. Pero las personas que se hayan sentido así: primero abatidos al extremo, sin esperanzas y con las lágrimas a flor de piel, y luego algo les haya producido una felicidad inesperada, sabrán como se sentía Markrors.
Un júbilo inesperado los inundó y les dio fuerzas inesperadas para seguir luchando.
Mas los brandelkanos no se iban a rendir solamente porque llegaban más hombres: mejor para ellos, menos personas defenderían el castillo cuando ellos llegaran y todo sería más fácil.
Dishlik blandía su espada sobre el caballo. Agachándose sobre su corcel para poder estar a la altura de los demás hombres. Los brandelkanos corrían ante su sola presencia, pues aunque estuviera cansado y se le viera en la cara, también se podía ver una furia asesina en el brillo de su mirada.
Dishlik guiaba su caballo a través del campo de batalla. Muchos soldados recogieron los arcos y las flechas de los arqueros caídos y trataron de derribarlo de su montura, pero ninguno pudo. La impresionante agilidad del animal y la destreza de Dishlik para conducirlo por toda la avanzadilla impedían que las flechas los alcanzaran y ayudaban mantener a unos cuantos brandelkanos controlados.
Luego, aproximadamente media hora después de la llegada de Dishlik, llegaron quinientos hombres más, venidos del castillo después de Drog. Habían llegado tarde porque Dishlik y Drog habían cortado camino por lugares increíbles. La batalla continuó por mucho tiempo más tiempo.
Pese a la llegada de los quinientos cincuenta hombres del castillo, Brandelkar todavía tenía ventaja numérica sobre Alcunter. La victoria estaba más cerca que antes, pero todavía inalcanzable.
La batalla todavía continuaba, Dishlik seguía acabando con más arqueros y espadachines. Muchos cuerpos cayeron, y, cuando Dishlik pasaba al lado de un cadáver, vio como una sombra se inclinaba sobre el cuerpo muerto y al instante siguiente una flecha alcanzó al caballo y Dishlik cayó de su montura. Al caer, sintió rotas varias costillas, y divisó al caballo no muy lejos, sobre el suelo y sangrando por un costado, resoplando con dolor. Pensó que hasta ahí iba a llegar, pero estaba dispuesto a acabar con el que lo había hecho caer de la montura donde iban él mismo, sus ilusiones y esperanzas.
Se levantó con un gran esfuerzo. Vio a un hombre entrar en su campo visual, y, al reconocerlo, enmudeció de golpe. El aire le faltaba y el odio le nublaba los sentimientos. Entonces, todo su odio se concentró en un nombre:
—Nímer.
Varias imágenes cruzaron su mente, pero no eran visiones, eran recuerdos de su pasado que convertían el odio en tristeza y melancolía:
Él, de niño, jugando con otro pequeño, luego reían hasta que les dolían las costillas, justo como ahora le dolían las costillas por el golpe y el dolor del cuerpo y del alma; él, un poco más viejo, acompañado por su amigo en una cacería, concursando para ver quien mataba más presas, o quien mataba la más grande; él, siendo desterrado, buscando a su amigo por todas partes, y, al no encontrarlo, le pedía el favor que quería pedirle a Bosner, hijo de Blam. Y ahora su amigo estaba enfrente de él, con la espada lista para matar. No le sonreía, sólo le apuntaba con su espada.
—Dishlik—dijo con frialdad.
—Tú—las palabras salían con esfuerzo de la boca de Dishlik, empujadas por la estupefacción— ¿Qué haces aquí?
—Cumplo las órdenes que me dio Disner.
— ¿Cómo?
—Cuando te fuiste, Disner me ordenó que te siguiera para invadir Alcunter y acabar con dos ratas al mismo tiempo—dijo, poniendo especial énfasis en las últimas seis palabras—. Sí, fui yo quien mandó atacarte con las flechas de Brandelkar. Pero no podía matarte porque necesitaba que alguien nos guiara hasta el castillo, las flechas fueron como una especie de “diversión”—añadió al ver la cara de Dishlik.
—Pero, yo creí que tú estabas conmigo—dijo Dishlik. La estupefacción se le notaba en el rostro y la voz. Siempre había confiado en Nímer, y ahora se encontraba frente a una traición que le dolía más que las heridas, la fiebre o la soledad. De repente, dentro de su ser, un nuevo sentimiento se reveló en contra de la situación: la furia, acompañada por la frustración.
Dishlik no se contuvo más y lanzó su ataque, moviendo su espada de aquí para allá, pero Nímer conocía muy bien las estrategias de Dishlik y viceversa. Era una batalla pareja que no se resolvería nunca.
De repente, del bosque salieron más hombres, cerca de doscientos más, gritando “Alcunter, el Jaguar de Plata”, muchos brandelkanos murieron ante esta acometida. Los recién llegados eran todos hombres con relucientes armaduras, una complexión apenas menos intimidante que la que Dishlik poseía. Espadas brillando en sus manos como agua atravesada por la luz solar. Musculosos brazos y voces de trueno. Los brandelkanos no se enfrentaron a hombres, se enfrentaron al miedo. Los gritos de terror que emanaban de las gargantas brandelkanas fueron pronto opacados por el ruido del chocar de metales y el corte de los tejidos.
Entre los nuevos alcunterinos, había un soldado que se destacaba por su fiereza: los brandelkanos caían ante su sola presencia y recibir el golpe de su espada era como recibir el golpe del mismo destino. Se acercaba a sus oponentes con pasos que provocaban temblores, las manos crispadas sobre la espada y un grito mucho más atemorizante que el que Dishlik había proferido al ser atacado. Los brandelkanos no soportaban tal visión: la victoria era suya y de repente salían demonios de quién sabía donde y acaban con ellos como el fuego acaba con la madera.
Mientras tanto, Dishlik continuaba su batalla con Nímer. De no ser por la fiebre que invadía a Dishlik, que por fin lo estaba acabando, hubiera ganado la contienda; ya que Nímer se había distraído con la llegada del Soldado Misterioso y sus hombres, y atacarlo hubiera sido fácil y su muerte pronta. Pero Dishlik cayó sobre los restos de una hoguera debido a su fiebre. Alcanzó a ver a Drog, blandiendo su espada y cercenando cabezas. Markrors, que por fin caía debido al cansancio y las heridas producidas por las flechas que había recibido hacia pocas horas. Drog, que llegaba para auxiliar a Markrors. Y al Soldado Misterioso, que se acercaba cada vez más.
—Yo estoy con Brandelkar—murmuró Nímer, al ver a Dishlik tendido sobre el suelo y vulnerable. Alzando la espada por encima de Dishlik y preparado para el golpe final—. Y todo aquel que quiera destruir mi hogar tendrá que destruirme a mí primero. Incluso tú y ése tal Dreylo, ése perro que quiere acabar con todos. Ése idiota que tendrá que vérselas conmigo.
Súbitamente, el Soldado Misterioso apareció y atacó a Nímer y después de un tiempo lo mató.
Quitándose el yelmo, el soldado dijo:
—Aquí está el perro que buscabas, infeliz.
Los primeros rayos de sol iluminaron la cara del hombre, y, ante Dishlik, se encontraba Dreylo, Señor de Alcunter.
Markrors incitaba a los hombres a no rendirse y a luchar y morir con honor, puesto que ya no se podía permitir el lujo de perder ni un hombre, aunque fuera de mensajero. Ya lo único que podían hacer era luchar y rezar para que un milagro salvara sus vidas, porque la diferencia numérica se inclinaba a favor de Brandelkar y por eso mismo luchaban envalentonados y los alcunterinos sin esperanzas.
Con el rabillo del ojo, Markrors vio caer a Dishlik, aunque no vio quien lo había matado.
Una furia ciega se apoderó de Markrors, así que se abrió paso hasta donde había caído Dishlik, pero no encontró ningún cadáver. Un dolor lo sacó de su ensimismamiento: una flecha se había incrustado en su cuerpo, y él adivinó que estaba empapada con aquella sustancia que lo haría sufrir antes de morir en manos brandelkanas.
Giró su cuerpo, buscando al maldito que le había disparado. La formación de arqueros de Brandelkar constaba de cerca de cincuenta hombres, y todos estaban unidos en un solo grupo que inspiraba respeto.
Markrors tomó la resolución de vender cara su vida, de matar tantos brandelkanos, que su nombre sería cantado por todo el ancho mundo, honrando su valentía. Incluso le pareció oír a lo lejos una voz que decía: Y ahora, la historia de Markrors el Valiente, quien mató tantos hombres como no lo hubieran podido hacer cincuenta.
—Deben ser las alucinaciones que produce la herida—se decía a sí mismo.
El alcunterino se dirigió a toda velocidad al lugar donde estaban los arqueros, desviando las flechas con su espada y recibiendo otras cuantas. Al llegar se abrió paso entre los brandelkanos a punta de golpes de espada. Él sólo pudo matar a todos los arqueros, pero como recompensa recibió muchas más flechas que Dishlik, casi treinta más. No obstante, salvó a muchos alcunterinos más de caer en el sufrimiento brandelkano.
Después de matar a todos los arqueros, Markrors se recostó un momento contra el tronco de un árbol a quitarse todas las flechas del cuerpo. Sabía que era una tontería y que perdería mucha sangre, pero tantas flechas le impedían luchar con soltura.
En los años posteriores, Markrors nunca se explicó cómo pudieron caber en su cuerpo tal cantidad de flechas. Parecía una cantidad interminable, si en Cómvarfulián hubieran existido criaturas gigantes, sin duda lo habrían confundido con un alfiletero. Al cabo de quince minutos, cuando no quedaban más flechas en su cuerpo, la sangre brotó a chorros de cada herida y Markrors sentía la vida escaparse de su cuerpo.
Finalizada su tarea, se levantó dispuesto a seguir luchando, pese a que sentía los miembros mucho más pesados de lo habitual.
Emprendió una carrera desenfrenada en busca de enemigos, dejando detrás de sí un rastro de sangre que hizo fácil ubicarlo al principio pero que después se volvió muy confuso conforme la batalla se extendía.
Al llegar frente a un brandelkano. Reunía las fuerzas que tenía (y que con el tiempo eran más escasas) y luchaba con él. La desesperación lo hizo más fuerte y por eso pudo luchar más tiempo y más ferozmente. Por lo que ningún hombre que se enfrentara a él pudo seguir con vida.
Al acabar con una vida brandelkana, se detenía un momento para descansar y recobrar fuerzas. Luego empuñaba su espada y cercenaba cabezas a diestra y siniestra.
Las horas pasaban y los brandelkanos caían, pero su ventaja numérica no se reducía. Al final, Markrors y un pequeño grupo de compañeros eran los únicos que seguían en pie.
Dishlik y Drog cabalgaban a la cabeza de la comitiva rumbo a la avanzadilla. Avanzando entre los matorrales como si fueran orquídeas en plena primavera. Durante el camino, Dishlik le habló a Drog acerca del ataque que había sufrido, pero no de las visiones, eso lo dejaría reservado para Dreylo. Lo que había visto había sido, en cierto modo, escalofriante.
Los caballos cruzaban la tierra a una velocidad impresionante, a duras penas y tocando el suelo con sus cascos, cada vez estaban más cerca y conforme se aproximaban a la avanzadilla, el silencio y la tensión eran más fuertes.
Los minutos pasaban, la noche corría a la mañana, cuando por fin se oyeron a lo lejos los ruidos de la batalla.
—Nos acercamos por fin—se decía Dishlik, sintiéndose profundamente cansado. Su fiebre, que se había reducido después de su última visión, había vuelto a aumentar y Dishlik sentía que podía caer del caballo a cualquier momento.
Por fin, estuvieron a no más de doscientos metros de la avanzadilla. Drog ordenó que se replegaran y estuvieran listos para el ataque.
Los soldados se dispersaron, rodeando el campo lo mejor que podían, procurando cubrirlo todo pese a su poca cantidad.
Cuando todo estuvo listo, Drog ordenó atacar, y, con un grito de guerra, los cincuenta y un alcunterinos y el brandelkano entraron en la contienda. Y el júbilo, que se reflejaba en las caras de los que ya se daban por vencidos, los inundó y les dio fuerzas inesperadas para seguir luchando.
Markrors y sus hombres ya se daban por vencidos, y ya veían caer a Alcunter, cuando un grito, que parecía venir de los mismos árboles, los sobresaltó a todos.
Llegaban refuerzos de Alcunter, y en la cabeza, iban Drog y Dishlik, comandando a los hombres en un intento desesperado por defender la avanzadilla. La alegría que obtuvo Markrors no puede describirse con palabras. Pero las personas que se hayan sentido así: primero abatidos al extremo, sin esperanzas y con las lágrimas a flor de piel, y luego algo les haya producido una felicidad inesperada, sabrán como se sentía Markrors.
Un júbilo inesperado los inundó y les dio fuerzas inesperadas para seguir luchando.
Mas los brandelkanos no se iban a rendir solamente porque llegaban más hombres: mejor para ellos, menos personas defenderían el castillo cuando ellos llegaran y todo sería más fácil.
Dishlik blandía su espada sobre el caballo. Agachándose sobre su corcel para poder estar a la altura de los demás hombres. Los brandelkanos corrían ante su sola presencia, pues aunque estuviera cansado y se le viera en la cara, también se podía ver una furia asesina en el brillo de su mirada.
Dishlik guiaba su caballo a través del campo de batalla. Muchos soldados recogieron los arcos y las flechas de los arqueros caídos y trataron de derribarlo de su montura, pero ninguno pudo. La impresionante agilidad del animal y la destreza de Dishlik para conducirlo por toda la avanzadilla impedían que las flechas los alcanzaran y ayudaban mantener a unos cuantos brandelkanos controlados.
Luego, aproximadamente media hora después de la llegada de Dishlik, llegaron quinientos hombres más, venidos del castillo después de Drog. Habían llegado tarde porque Dishlik y Drog habían cortado camino por lugares increíbles. La batalla continuó por mucho tiempo más tiempo.
Pese a la llegada de los quinientos cincuenta hombres del castillo, Brandelkar todavía tenía ventaja numérica sobre Alcunter. La victoria estaba más cerca que antes, pero todavía inalcanzable.
La batalla todavía continuaba, Dishlik seguía acabando con más arqueros y espadachines. Muchos cuerpos cayeron, y, cuando Dishlik pasaba al lado de un cadáver, vio como una sombra se inclinaba sobre el cuerpo muerto y al instante siguiente una flecha alcanzó al caballo y Dishlik cayó de su montura. Al caer, sintió rotas varias costillas, y divisó al caballo no muy lejos, sobre el suelo y sangrando por un costado, resoplando con dolor. Pensó que hasta ahí iba a llegar, pero estaba dispuesto a acabar con el que lo había hecho caer de la montura donde iban él mismo, sus ilusiones y esperanzas.
Se levantó con un gran esfuerzo. Vio a un hombre entrar en su campo visual, y, al reconocerlo, enmudeció de golpe. El aire le faltaba y el odio le nublaba los sentimientos. Entonces, todo su odio se concentró en un nombre:
—Nímer.
Varias imágenes cruzaron su mente, pero no eran visiones, eran recuerdos de su pasado que convertían el odio en tristeza y melancolía:
Él, de niño, jugando con otro pequeño, luego reían hasta que les dolían las costillas, justo como ahora le dolían las costillas por el golpe y el dolor del cuerpo y del alma; él, un poco más viejo, acompañado por su amigo en una cacería, concursando para ver quien mataba más presas, o quien mataba la más grande; él, siendo desterrado, buscando a su amigo por todas partes, y, al no encontrarlo, le pedía el favor que quería pedirle a Bosner, hijo de Blam. Y ahora su amigo estaba enfrente de él, con la espada lista para matar. No le sonreía, sólo le apuntaba con su espada.
—Dishlik—dijo con frialdad.
—Tú—las palabras salían con esfuerzo de la boca de Dishlik, empujadas por la estupefacción— ¿Qué haces aquí?
—Cumplo las órdenes que me dio Disner.
— ¿Cómo?
—Cuando te fuiste, Disner me ordenó que te siguiera para invadir Alcunter y acabar con dos ratas al mismo tiempo—dijo, poniendo especial énfasis en las últimas seis palabras—. Sí, fui yo quien mandó atacarte con las flechas de Brandelkar. Pero no podía matarte porque necesitaba que alguien nos guiara hasta el castillo, las flechas fueron como una especie de “diversión”—añadió al ver la cara de Dishlik.
—Pero, yo creí que tú estabas conmigo—dijo Dishlik. La estupefacción se le notaba en el rostro y la voz. Siempre había confiado en Nímer, y ahora se encontraba frente a una traición que le dolía más que las heridas, la fiebre o la soledad. De repente, dentro de su ser, un nuevo sentimiento se reveló en contra de la situación: la furia, acompañada por la frustración.
Dishlik no se contuvo más y lanzó su ataque, moviendo su espada de aquí para allá, pero Nímer conocía muy bien las estrategias de Dishlik y viceversa. Era una batalla pareja que no se resolvería nunca.
De repente, del bosque salieron más hombres, cerca de doscientos más, gritando “Alcunter, el Jaguar de Plata”, muchos brandelkanos murieron ante esta acometida. Los recién llegados eran todos hombres con relucientes armaduras, una complexión apenas menos intimidante que la que Dishlik poseía. Espadas brillando en sus manos como agua atravesada por la luz solar. Musculosos brazos y voces de trueno. Los brandelkanos no se enfrentaron a hombres, se enfrentaron al miedo. Los gritos de terror que emanaban de las gargantas brandelkanas fueron pronto opacados por el ruido del chocar de metales y el corte de los tejidos.
Entre los nuevos alcunterinos, había un soldado que se destacaba por su fiereza: los brandelkanos caían ante su sola presencia y recibir el golpe de su espada era como recibir el golpe del mismo destino. Se acercaba a sus oponentes con pasos que provocaban temblores, las manos crispadas sobre la espada y un grito mucho más atemorizante que el que Dishlik había proferido al ser atacado. Los brandelkanos no soportaban tal visión: la victoria era suya y de repente salían demonios de quién sabía donde y acaban con ellos como el fuego acaba con la madera.
Mientras tanto, Dishlik continuaba su batalla con Nímer. De no ser por la fiebre que invadía a Dishlik, que por fin lo estaba acabando, hubiera ganado la contienda; ya que Nímer se había distraído con la llegada del Soldado Misterioso y sus hombres, y atacarlo hubiera sido fácil y su muerte pronta. Pero Dishlik cayó sobre los restos de una hoguera debido a su fiebre. Alcanzó a ver a Drog, blandiendo su espada y cercenando cabezas. Markrors, que por fin caía debido al cansancio y las heridas producidas por las flechas que había recibido hacia pocas horas. Drog, que llegaba para auxiliar a Markrors. Y al Soldado Misterioso, que se acercaba cada vez más.
—Yo estoy con Brandelkar—murmuró Nímer, al ver a Dishlik tendido sobre el suelo y vulnerable. Alzando la espada por encima de Dishlik y preparado para el golpe final—. Y todo aquel que quiera destruir mi hogar tendrá que destruirme a mí primero. Incluso tú y ése tal Dreylo, ése perro que quiere acabar con todos. Ése idiota que tendrá que vérselas conmigo.
Súbitamente, el Soldado Misterioso apareció y atacó a Nímer y después de un tiempo lo mató.
Quitándose el yelmo, el soldado dijo:
—Aquí está el perro que buscabas, infeliz.
Los primeros rayos de sol iluminaron la cara del hombre, y, ante Dishlik, se encontraba Dreylo, Señor de Alcunter.
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