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Eluney
Eluney
Los días eran un eterno sufrimiento para Dreylo, sentía que ya de nada serviría lo que hiciese para salvar su destino.
La esperanza era lo único que mantenía en pie a Dreylo. Pero la esperanza se hacía débil con cada día que pasaba.
Cuando ocurría algún hecho que alegraba a Dreylo, cualquier cosa que le hiciera olvidar su sufrimiento, la esperanza crecía; cuando la alegría se disipaba, la esperanza se desvanecía casi por completo. Cada amanecer sentía como si el mundo se le viniera encima: el peso que sentía en corazón era igual al de los hombros y las manos. Cuando despertaba se quedaba un largo rato sentado en la cama mirándose las manos y preguntándose qué hacer, pero no encontraba respuesta.
Por otro lado, Dishlik, quien había esperado la llegada del invierno con ansias, ahora se estremecía al ver la menor cantidad de nieve. Le parecía que cuando el invierno llegara, con él llegaría el papel en el que firmaría su sentencia de muerte. El frío del ambiente era poco comparado con el que sentía recorrerle la espalda cada vez que veía caer copos de nieve desde la ventana del cuarto que le habían asignado en uno de los pisos intermedios del castillo.
Drog sentía que la vida, la cual hasta ahora empezaba a disfrutar, había tocado fondo. No veía la luz por ningún lado. Durante la noche se sentía más fuerte que nunca. Le parecía que ahora que la oscuridad era lo único que le aguardaba, ésta era su entorno natural y por lo tanto era invencible en él.
Markrors ni siquiera pensaba en eso. Sabía que si se ponía a pensar en La Desgracia, la desesperanza llegaría a su espíritu más rápida que el viento. Por lo tanto, trataba de ocupar su mente realizando otras tareas para el castillo. Ayudar en las cocinas, o en los exteriores de Alcunter, era más que estimulante, porque le ayudaba a sentir que lo que hacía valía para algo. Aún así, no se preocupó por el estado de las armas o el ejército. No sabía que iba a hacer Dreylo a continuación y en consecuencia no se atrevía a realizar actos que perturbaran a su señor más de lo que ya estaba. Ya que lo veía vagar por el castillo como sin rumbo, y una expresión terrible surcaba su rostro.
Ese sentimiento de abatimiento era contagioso. Al día siguiente ya toda la población del castillo vagaba de la misma manera que Dreylo: con la mirada pérdida y expresión de locura extrema.
Zolken, era, no obstante, un caso especial: había recibido órdenes explícitas de acabar su trabajo en el menor tiempo posible y eso haría. Reunió a casi el noventa por ciento de los habitantes del castillo y siguió impasible con su tarea. Sus gritos aumentaron de intensidad y frecuencia hasta el punto de que quedó sin voz, y ahora, para reprender a alguien, le pegaba con el martillo. Esto era favorable para la población de Alcunter, la actitud de Zolken impedía que la vitalidad escapara por completo de sus cuerpos. De no haber sido por el herrero, la historia hubiera tomado un curso completamente diferente…
Pero ni siquiera el ánimo de Zolken bastaba para que Dreylo se recuperara. Por el contrario, Dreylo se preguntaba constantemente cómo alguien podía aún tener ganas de hacer algo, dadas las circunstancias. La mayoría del tiempo, prefería caminar de aquí para allá. A solas, dándose un tiempo para sí mismo.
“He fracasado” se decía una y otra vez, luego se detenía, alzaba la vista al cielo y murmuraba en voz baja “Padre, te he fallado. A ti y a todos mis ancestros. No tengo perdón”. Olvidaba que había sido su padre quien había recibido a Qalerz en el castillo. Y, aunque lo hubiera recordado, no le hubiera importado: él creía ser el culpable de lo que ahora él llamaba la “futura caída de Alcunter” y nada de lo que le hubieran dicho lo hubiera convencido de lo contrario.
Porque así era Dreylo, cuando una idea entraba en su cabeza, nadie la sacaba.
De todas formas, todavía quedaba la esperanza de que Zolken pudiera hacer algo por salvar el Castillo Plateado, sin embargo, aunque Zolken pudiera ayudar en esa situación, se necesitaba más tiempo. Por ahora, la paciencia sería la virtud a aplicar en Alcunter…
Todos los alcunterinos veían pasar los días con la misma indiferencia. Para ellos, les hubiera importado lo mismo que nevara o que lloviera fuego. Después de todo, ninguno de esos dos fenómenos hubiera alterado en lo más mínimo su sufrimiento. Pero al fin llegó el día que sacó a todos los alcunterinos de tal estado y les renovó las fuerzas: Zolken terminó el arma.
Cuando el herrero hubo terminado su trabajo mandó llamar a Dreylo, y, por disposición del señor de Alcunter, Drog, Dishlik y Markrors también estarían presentes. Aunque el muchacho le aseguró que no sería necesario, ya que Zolken había reunido a toda la población del castillo en el salón principal del mismo para que todos vieran.
Los cuatro estaban entrenando como de costumbre y como podían. Si bien el clima no era el mejor y la desdicha cundía por Alcunter de una manera más alarmante que la peste. Ése día no había nadie más en el campo de entrenamiento.
Un muchacho de casi quince años llegó al lugar donde se encontraban los cuatro hombres y habló con Dreylo de inmediato:
—Mi señor, el herrero quiere hacerle saber que por fin el arma está lista—le dijo.
— ¿En serio?, dime ¿Cómo es?
—El herrero no ha dejado que la vea nadie, dice que usted tiene el derecho de verla primero.
Dreylo miró de nuevo al cielo: las nubes anunciaban nevada para aquella noche, estaban a mediados de enero; el invierno ya casi llegaba a su fin, y, si era cierto lo que decía en la carta de Walerz, la primavera marcaría la caída de Alcunter.
¿Por qué Zolken habría demorado tanto?
Dreylo le pidió al joven que lo llevara hasta donde estaba Zolken. Así que el muchacho los llevó alrededor de diversos pasillos hasta llegar a una puerta doble en el primer nivel. Se alcanzaban a escuchar cuchicheos desde afuera de la sala.
Dreylo y sus acompañantes abrieron las puertas dobles e irrumpieron en el lugar. El herrero Zolken se hallaba en la plataforma sobre la cual se encontraba el comedor de la familia real, sentados alrededor de todas las mesas destinadas para la gente común estaban los brandelkanos que había traído Dishlik consigo y los alcunterinos. El herrero iba envuelto en una capa de reluciente cuero negro que sólo permitía ver su cuello y su rostro. Dreylo no pudo ver por ningún lado la dichosa arma.
—Sigan, los estábamos esperando—el eco de la voz de Zolken inundó la sala; el eco aún no se había callado cuando Zolken prosiguió—: Drog, Dishlik, Markrors, si gustan tomar asiento. Mi señor Dreylo, si es tan gentil de acercarse.
Cada uno hizo lo que se le pedía, cuando Dreylo estuvo al lado de Zolken, éste prosiguió con un elocuente discurso:
—Hace poco, fuimos traicionados. Alcunter sufrió la peor humillación de todas; eso es algo imperdonable y ahora nos aseguraremos de que todos paguen por su atrevimiento.
”Recuerdo muy bien la razón por la que vine aquí hace unos pocos meses: me encargaron crear el arma más poderosa de la tierra. Ahora mi trabajo ha terminado y es hora de cobrar las cuentas pendientes.
Una gran ovación recorrió el comedor entero, luego, Zolken abrió su capa para mostrar una larga vaina con detalles muy hermosos, negra como el carbón y los detalles de rubí: complicadas figuras que Dreylo no comprendió al principio, pero que formaban una sencilla palabra: “Alcunter”. Apoyada en el suelo, el arma llegaba al hombro de Dreylo; los gavilanes en la empuñadura tenían la forma del cuerpo de un jaguar levantado sobre sus patas traseras apoyadas sobre un campo ensangrentado, hecho a base de esmeraldas y rubí también, con las delanteras extendidas de forma agresiva. Las manos se ubicaban entre las patas y frente al estómago del animal, y el guardamano era compuesto por las extremidades y la cola de la fiera, la cual se enrollaba alrededor del cuerpo, dejando el espacio necesario para que las manos pudieran acomodarse.
Aunque el arma era extremadamente hermosa, no fue suficiente para aplacar la tristeza de Dreylo, quien la disfrazo de ira y la expresó en forma de gritos:
— ¡Tú!—los gritos eran tan fuertes que incluso caía polvo del techo— ¡Viejo loco!, ¿Te has demorado casi tres meses para hacer una simple espada?, tú, que decías que Yostermac era un imbécil, él no se habría demorado tanto para hacer una espada, y menos con la ayuda de tanta gente. ¡Te voy a matar!—luego levantó los brazos, dispuesto a agarrar el cuello de Zolken y estrangularlo.
Dishlik se levantó y, con una rapidez increíble, contuvo el ataque de Dreylo, entonces Zolken dijo:
—Considere que mi trabajo posee mayor calidad, y también considere esto…
Zolken desenfundó la espada y Dreylo quedó petrificado: la hoja era del oro más puro.
—Estúpido—volvió a gritar Dreylo— ¿Si es de oro, no crees que pesará mucho, además de que no cortará nada?
—Acompáñeme—Zolken sonreía.
Dreylo accedió, de mala gana y obligado por Dishlik, el cual le aseguró que no se arrepentiría.
Fueron hasta el cuarto donde Zolken había forjado la espada, cuando llegaron, se pararon frente al yunque de trabajo. Zolken desenvainó la espada y se la entregó a Dreylo diciendo:
—Golpee el yunque.
Dreylo miró a Zolken con una mirada incrédula.
“Nada se pierde con intentarlo” se dijo.
Dreylo cogió la espada: para su sorpresa, era más liviana que una pluma.
Entonces, reuniendo todas sus fuerzas, dejó caer la espada sobre el yunque…
Nadie creyó lo que vio: el yunque se quebró como si hubiera sido madera ante un hacha poderosa.
La espada cayó con estrépito al suelo, Dreylo estaba boquiabierto, la razón no comprendía lo que acababa de ver, sin embargo, lo había visto.
Dreylo volvió a mirar a Zolken, el herrero sonreía con aire de suficiencia.
—Y bien, mi señor ¿Qué opina?—preguntó.
—Esto es magnífico—Dreylo apenas y encontró las palabras.
—Nada en Brandelkar o todo Cómvarfulián puede competir contra el poder que en estos momentos yace ante sus pies. Mucho oro se ha ido en la creación de la espada, Alcunter está ahora casi en la ruina, pero es seguro que usted ganará la guerra y entonces todo mejorará.
Dreylo volvió a mirar a Zolken, por un momento furioso de nuevo, ya que casi todo su oro se había ido en la creación de la espada. Volvió a mirar la espada y preguntó:
— ¿Cómo has hecho esto?
—Con un poco de talento todo se puede.
—Pero, esto es lo mejor que visto en mi vida. Zolken, pide lo que quieras y eso tendrás.
—Pues bien—respondió el herrero—: Se lo diré a su debido tiempo.
—Como quieras—Dreylo sintió de nuevo que volvía a ser el de antes: volvió a reunirse con todos los hombres, y, levantando la espada, gritó:
— ¡Es hora de ganar esta guerra!
Una ovación salió de la garganta de todos los hombres.
— ¡A entrenar Alcunter!, ¡Los preparativos para marchar comienzan ahora mismo!
De nuevo los hombres gritaron, y acto seguido marcharon al campo de entrenamiento a cumplir las órdenes de su señor.
Dreylo bajó la espada murmurando para sí:
—Un arma de este poder necesita un nombre. Te llamaré Gollogh.
—Disculpe, ¿Por qué el nombre?—preguntó Zolken.
—El perro que custodiaba las puertas de Alcunter e impedía el acercamiento de los enemigos se llamó así. Su nombre proviene de un lenguaje mucho más antiguo que el nuestro y no sé que significa. Pero el perro defendió con valentía el castillo, todos nuestros enemigos le temían. Fue objeto de burla por parte de Brandelkar al ser usado como el código secreto para hablar de Alcunter. No soportaré esta humillación, por lo tanto, al llevar el mismo nombre, quiero que esta espada infunda tanto temor y respeto como el guardián de hace tiempo.
—Bien—dijo Zolken—, en ese caso, permítame su espada un día más. Con mis habilidades, grabaré el nombre de la espada sobre la hoja para que todos sepan a qué se enfrentan.
Dreylo receló un momento, pero luego le cedió el arma a Zolken. Con una sonrisa en la cara, feliz como no lo estaba desde hacía años.
Después Dreylo, Drog, Dishlik y Markrors fueron a entrenar también.
Si había una sola persona en Alcunter que no tuviera nada que hacer, ayudaba con los preparativos para la marcha, Dreylo calculaba que sería dentro de siete días si hacían todo a la rapidez que había impuesto Zolken para la creación de Gollogh. Lo cual ya no era muy difícil, ya que el pueblo se había acostumbrado a trabajar así.
La gente engrasaba y pulía las armas, las ropas eran acondicionadas para el invierno, las cotas de malla eran reparadas: todo el castillo estaba en movimiento.
Mientras los días pasaban y se acercaba la hora de partir, Dreylo y Dishlik hablaban constantemente acerca de lo que harían a continuación.
La noche anterior a la partida, Dishlik habló de la última cosa importante.
—Mi señor—comenzó—. Esto era algo que quería dejar para el final. Pues es nuestra segunda esperanza para ganar. Era la primera hasta que Zolken forjó su espada.
”Como resulta evidente todo comenzó cuando se descubrió nuestra alianza. Tuve que acelerar el plan: así que busqué a Nímer por todas partes para pedirle la ayuda que esperaba de él.
”No lo encontré, como es de suponer después de la batalla de la avanzadilla. Mas ahora me pregunto, si Disner quería en verdad agarrarme, ¿Por qué no dejó que yo hablara con Nímer y luego Nímer contarle a él?, Tal vez Disner no pensó que yo haría eso. En ese caso es un tonto y ha marcado su destrucción. Pero si sabía que yo buscaría a Nímer ¿Por qué no le permitió encontrarse conmigo?
—Quizá Disner no haya obligado a Nímer a nada—le dijo Dreylo, pese a saber que sonaría cruel prosiguió—. Quizá Nímer se dio cuenta de lo que pasaba y eligió a Brandelkar antes que su amistad. En cuyo caso no eran tan amigos después del todo.
Dishlik se quedó callado. Su cerebro no había querido tener en cuenta aquella posibilidad, resultaba demasiado dolorosa.
—Bueno, como decía. El punto fue que, al no poder encontrar a Nímer, le pedí el favor a otra persona: su nombre es Bosner, hijo de Blam. No es lo que yo habría llamado una gran ayuda. Pero ahí está, dispuesto a cumplir su misión.
”Verá mi señor, los cuernos de guerra que se realizan en Brandelkar fueron construidos por Zolken hace ya unos años. El favoritismo de Zolken por el oro se notaba ya en esas épocas: ya que los cuernos también los hizo de oro, no son pesados y producen un sonido muy armonioso. Aunque al principio tuvimos las mismas dudas que usted respecto a la utilidad de los cuernos. Nuestras dudas quedaron despejadas cuando probamos los artefactos. Por eso le decía que no se arrepentiría del trabajo de Zolken.
”Pues en lo que íbamos, antes de irme, me lleve todos los cuernos de guerra del castillo, y, le dije a Bosner que cuando oyera la llamada del cuerno, abriera las puertas del castillo. Entrar a Brandelkar no será difícil.
—Parece un buen plan—dijo Dreylo—. Cuando lleguemos a Brandelkar veremos su efectividad.
El señor de Alcunter dio por terminada la reunión, y fue a las terrazas del castillo a contemplar el firmamento.
Dreylo subió todas las escaleras del castillo y se halló en el exterior.
Una vez allí, desenvainó la que había sido su espada hasta esa mañana y practicó él contra nadie, una batalla que no acabaría nunca pero que Dreylo quería ganar.
Unas pocas horas después, Dreylo descansó observando el cielo, sentado en el suelo de la terraza y recostado contra una pared de piedra. El frío de la noche no era nada comparado con el de su corazón.
La belleza de las estrellas lo llenaba y le reconfortaba el espíritu y le recordaban a su padre, a partir de mañana vengaría la humillación de la que había sido víctima Kreylo.
Aunque entre toda la felicidad, recordaba a alguien más, ese alguien lo llenaba de tristeza, y su belleza era muy superior a la de las estrellas, o a la de la tierra misma, y ese alguien era quien le producía el frío dentro de él..
Se trataba de la madre de Drog, Dreylo no quería recordar su nombre para no producirse más tristeza. Pero de todas maneras quería recordar un poco
Aún Dreylo podía recordar cómo la había conocido:
Pudo verse a sí mismo de veinte años otra vez, cabalgando con su padre en una cacería. Consiguieron muchas presas, pero en el viaje de vuelta, un jabalí surgió de la nada y tiró a Dreylo al suelo, matando a su caballo. Dreylo se levantó a toda prisa y se enfrentó al jabalí mientras su padre llegaba. Pero la bestia era superior a Dreylo, y el muchacho acabó con muy graves heridas antes de que su padre llegara y matara al monstruo. Dreylo se desmayó al perder mucha sangre…
En ese momento la memoria de Dreylo se interrumpe hasta el momento en que despertó tendido en un lecho, y, frente a él, estaba la muchacha más hermosa que hubiera visto. Con unos ojos más luminosos que las estrellas, una sonrisa que opacaba a la luna en blancura y perfección y su cabellera más radiante que el sol. Dreylo no pudo fijarse en nada más: su mirada era atraída de inmediato por los ojos de la joven.
— ¿Dónde estoy?—fue lo único que acertó preguntar.
—En la enfermería del castillo—le respondió la joven.
Eso explicaba porque Dreylo no reconociera el lugar donde se encontraba: nunca había sido herido de gravedad y nunca había necesitado cuidado alguno en la enfermería.
Tal vez su cara expresara cierto desconcierto, ya que la muchacha dijo:
—Yo soy la aprendiza de enfermería de Alcunter.
Por eso era que Dreylo nunca la había visto.
—Mi nombre es Eluney—le dijo la joven.
De vuelta en el presente una lágrima solitaria se escurrió por la mejilla de Dreylo: había intentado no recordar su nombre, mas le había resultado imposible. El amor que recordaba se mezclaba con el dolor que sentía en ese preciso instante.
Decidió seguir recordando…
Eluney, era un nombre muy bello.
Dreylo intentó levantarse, pero Eluney lo retuvo. El tacto de aquella mano tan tersa, tan suave, inmovilizó a Dreylo más que las pocas fuerzas que aplicaba Eluney para retenerlo.
— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?— preguntó Dreylo.
—No mucho, día y medio tal vez. Sin embargo las heridas que le han sido provocadas aún no están curadas del todo, por lo que tendrá que quedarse unos día más.
Dreylo intentó levantarse de nuevo, quería volver a sentir el tacto de Eluney, y, en efecto, eso fue lo que consiguió; además de unas palabras más:
—No, debe quedarse unos pocos días más.
“Si de por mí fuera, me quedaría aquí toda la vida” pensó Dreylo. Sin embargo, no dijo ni hizo nada más.
Dreylo se mejoró a los pocos días, y, con gran dolor de su parte, se marchó.
Aunque no para siempre: Dreylo cada vez iba más seguido a los exteriores por cualquier razón, y se lastimaba a propósito para volver.
También se dejó ganar en muchos entrenamientos con el mismo objetivo, por lo que, además, su estilo de pelea bajó y nunca pudo recuperarlo.
“Todo sacrificio vale la pena” se decía cada vez que trasponía la entrada de la enfermería y volvía a ver a Eluney. Durante estas visitas, Dreylo, tendido en su cama, hablaba con Eluney cuando la muchacha tenía un tiempo libre. De esta manera fueron logrando una amistad que a Dreylo llenaba de alegría.
Debido al método usado para ver a Eluney, Dreylo consiguió cicatrices que le daban la apariencia de un experimentado guerrero, aunque en realidad era sólo un hombre enamorado.
Durante los días que siguieron, y, también, durante el resto de su vida, Dreylo no se explicó por qué no reclamaba a Eluney como esposa. Sin duda por ser el futuro señor de Alcunter el deseo le sería cumplido de inmediato. Quizá era que simplemente quería conquistarla, sin importar que tuviera que hacer. El hecho era que si conquistaba a Eluney por sus propios medios como cualquier hombre normal, su triunfo sería diez veces más grande.
Si todo hubiera salido como Dreylo había deseado, su vida y la de Drog no hubieran sido tan crueles…
De nuevo en el hoy, otra lágrima se resbaló por la mejilla de Dreylo; los recuerdos se amontonaban y Dreylo no pudo detenerlos.
Era un frío día de invierno, un invierno muy cruel; y, Eluney, tras la muerte de la enfermera principal y madre de la chica, se encontraba más atareada que de costumbre: muchas personas llegaban a la enfermería con fuertes resfriados e incluso peores enfermedades y era deber de Eluney atenderlos a todos. Un día, Dreylo llegó a la enfermería con un resfriado no muy fuerte pero que le impedía realizar sus tareas diarias a plenitud, pidiendo a Eluney su ayuda. La enfermera le dio una infusión de hojas secas de saúco, por ese entonces llamado mëqyon, y le ordenó que volviera otras dos veces para volverla a beber: orden que Dreylo obedeció al pie de la letra.
Pero nada es eterno. Las hojas de mëqyon muy pronto se acabaron y en Alcunter no había ningún árbol de este tipo, por lo que Eluney tuvo que ir al bosque circundante a Alcunter para buscar más hojas. Dreylo se ofreció a acompañarla para protegerla de los peligros del bosque y la rudeza del invierno.
“Aunque es muy poco probable que en medio del invierno encontremos árboles de mëqyon o animales que representen algún peligro para nuestras vidas, es mi única oportunidad” se dijo.
Partieron al amanecer del día siguiente, montados en sus respectivos caballos, en busca de una esperanza para Alcunter.
Al poco tiempo, llegaron a la zona donde se daba el mëqyon, y, como era de esperar, los árboles estaban desnudos y cubiertos de nieve. De hecho, en ese momento, una copiosa tormenta azotaba la región y les congelaba cualquier parte del cuerpo expuesta al aire y el viento.
Dreylo ni siquiera pudo bajarse del caballo.
—Y bien—le dijo Eluney— ¿Nos devolvemos o buscamos otro sitio donde halla árboles de mëqyon?
Dreylo sabía que era muy poco probable que encontraran árboles con frutos en invierno, pero no quería volver a casa tan pronto y sin haber hecho lo que quería.
“No perdemos nada con intentarlo” se convenció a sí mismo para poder continuar bajo aquel frío aterrador.
—Continuemos—dijo.
Reemprendieron la marcha. El galope les enfriaba la cara y los irritaba; los caballos, aunque calientes, estaban ya cansados.
Anochecía cuando llegaron a otro lugar donde esperaban encontrar árboles de mëqyon; aunque fuera una hoja. Pero allí tampoco había nada, y Dreylo aún no se atrevía a lanzarse…
A mitad de camino rumbo a las orillas del río Larden, el frío fue tan aterrador que los caballos murieron congelados. Por fortuna, Dreylo iba equipado con vestimentas que lo calentaban más, al igual que Eluney. Y habían llevado un licor especial que los mantenía calientes, como si el fuego más abrasador del mundo les recorriera las venas; no les habían dado a los caballos porque no podían darse aquel lujo, ahora tenían pagar las consecuencias de sus actos: debían seguir a pie.
Anduvieron todo aquél día hasta que la frialdad de la noche les congeló tantos los huesos que no pudieron continuar, aunque Dreylo sabía que esto era en parte un error, ya que si querían seguir calientes debían mantenerse en movimiento. Mas Dreylo sabía que había otras maneras de mantenerse calientes, no se atrevía a comentarlo con Eluney; pero después de un tiempo, cuando esa alternativa se presentó como su única salida, Dreylo no tuvo otra opción. Así que, reuniendo fuerzas, tanto como para poder mover la boca como para poder decirle lo que tenía que decirle a Eluney, dijo:
—Eluney, si vamos a pasar la noche aquí, debemos abrigarnos lo mejor que podamos y debemos dormir juntos para reunir más calor.
Eluney puso cara de desconcierto y un poco de miedo. Dreylo ya se lo esperaba, reunió más fuerzas y añadió.
—Si no hacemos esto moriremos, a menos que quieras seguir caminando bajo esta tormenta tan cruel. Y no es necesario que te recuerde que todos cuentan con nosotros.
Eluney accedió, no de buenas maneras. Pero accedió y eso era suficiente.
Se acostaron, cubriéndose con todas las mantas que tenían, y acercándose el uno al otro todo lo que se atrevieron, y así tuvieron que pasar la noche. Sin embargo no fue suficiente: el frío era muy penetrante y sintieron que las mantas sólo sirvieron para aumentar su peso.
Pero con frío y todo, la mañana llegó. La luz del sol los calentó más que esas mantas. En parte era porque sentir de nuevo las señales de vida que les daba la luz solar era más que un aliento.
Reemprendieron la marcha a eso de las nueve de la mañana, pero no pudieron avanzar mucho, ya que una tormenta los azotó y se sintieron desnudos, tal era la magnitud del frío.
—No sirve de nada—gritó Dreylo, a duras penas haciéndose oír sobre la tormenta—. Debemos regresar o morir.
—Pero, ¿Y el mëqyon? Si no lo llevamos la gripa se convertirá en pulmonía y muchos morirán.
—Si continuamos así, moriremos tarde o temprano y no llegaremos a nuestro destino a tiempo. Moriremos nosotros y morirán los enfermos del castillo. Si regresamos ahora, es posible que aún se pueda hacer algo.
—Este poder de convencimiento debería usarse en otras cosas, y no en mí—terminó Eluney, y reemprendieron el viaje de vuelta.
El viaje de vuelta fue mucho más lento que el de venida. En parte porque ya no había caballos que los transportaran y en parte porque el frío les impedía moverse con soltura.
Sin embargo, pudieron estar a no más de una hora de marcha del castillo. Pero en ese momento, Eluney cayó: con la piel ya azul, e inconsciente.
Dreylo se arrodilló junto a ella, sintiendo un gran dolor en el alma. No quería perder a Eluney.
No se sentía capaz de llorar. Primero, porque su orgullo no se lo permitía. Y segundo, creía que si se ponía a llorar las lágrimas se congelarían en su cara y de seguro moriría.
Un movimiento casi imperceptible del pecho de Eluney le indicó a Dreylo que ella seguía viva.
El muchacho se quitó gran parte de sus ropas y se las cedió a la joven, luego, reuniendo todas las fuerzas que tenía, la alzó y la llevó en brazos a Alcunter. O al menos eso intentó, pero el cansancio lo derrumbó.
Y no supo nada más.
Lo siguiente que Dreylo recordó es que despertó en un lecho y, junto a él, estaba Eluney. Tal cual como se habían visto la primera vez.
Pero esta vez Dreylo dejó ver todo lo que tenía en su interior. Le confesó a Eluney todo lo que sentía por ella, sin callar ni una sola verdad. Porque sólo poniendo el corazón a los pies de quienes quieres puedes de verdad ser querido. Todo dando nada perderás.
¡No puedo callarme más!—casi gritó—. Si no te digo esto siento que mi corazón explotará. Quiero gritarlo, pero algo me lo impide. Me siento estúpido ante tal contradicción, pero ya me decidí. Eluney, debo decirte que te amo, como jamás amaré a ningún ser viviente. No puedo concebir mi vida sin ti. No hay palabras en ningún idioma que puedan describir tu belleza, ni lo que siento por ti. Por que ambos están más allá de cualquier lenguaje.
Dreylo dijo muchas más cosas: la belleza del mundo, y cómo ésta se opacaba ante Eluney. El sentido que la chica le daba a su vida. La necesidad de verla, sentir su presencia y su tacto; algo que le indicara que ella estaba allí. No dejó ni un solo sentimiento oculto, y cuando Dreylo acabó, un silencio de muerte cayó sobre el recinto.
—Esto es una de las cosas más bellas que me han dicho. Ahora puedo ver tu interior, y es muy hermoso. Y eso es lo que importa, ya que los exteriores se gastan muy rápido. Pero, aunque todo esto es muy bello, lamento decirte que no puedo corresponderte. Mi corazón pertenece a otro—en ese momento la cara de Eluney adoptó una expresión de gran tristeza.
Y si la cara de Eluney estaba triste, la de Dreylo lo estaba aún más. No podía pensar en una vida sin Eluney. Prefería la muerte antes que perderla.
Pero no iba a rendirse. Debía tener a Eluney, y, para conseguir su objetivo, necesitaba saber quién tenía el corazón de Eluney. Así que le pidió el favor a unos cuantos de sus hombres para que la vigilaran noche y día para descubrir a aquel desgraciado que le había quitado la felicidad y la vida a Dreylo.
Unos meses después, sus hombres llegaron con unos resultados sorprendentes.
—Mi señor. Hemos vigilado a la enfermera y nunca la hemos visto con ningún hombre. Está por completo dedicada a su trabajo.
Dreylo mandó llamar a Eluney y le pidió una explicación.
— ¿Qué hacía usted vigilándome?—fue lo primero que le preguntó Eluney.
—Simplemente no quiero perderte, eres mi vida y haré lo que sea por ti. Simplemente quiero saber el nombre de aquel que me quitó tu amor y me lanzó a la Oscuridad.
Una lágrima se escurrió por la cara de Eluney y se lanzó a los brazos de Dreylo diciendo entre sollozos:
—Todo era mentira. Te amo más de lo que tú me amas a mí, pero lo nuestro no puede ser. Tengo una enfermedad incurable: mi cuerpo se desgasta más rápido que lo normal. Moriré en veinte años aproximadamente. Por eso no puede ser.
—Si en verdad me amarás me hubieras dicho todo desde el principio. Ya que tienes un tiempo más corto que el normal debemos aprovechar lo que queda. ¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? Ya estaríamos casados—el dolor se reflejaba en la cara y la voz de Dreylo.
—No te lo dije para no hacerte sufrir.
—Sufro más si tú no estás aquí, conmigo.
Eluney calló por un momento, luego dijo:
—No creo que a mi familia le guste mucho la idea.
—Es tu decisión, no la de ellos.
De nuevo en el presente, Dreylo se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro. Los recuerdos ya se amontonaban en su mente en un confuso orden y a mayor velocidad.
Y un recuerdo se sobrepuso a los otros:
Dreylo estaba frente a Eluney, cogidos de la mano dentro de una gran edificación, enfrente de los dos estaba un hombre, diciendo:
—Los declaro marido y mujer.
Luego los días fueron felices, por un corto período de tiempo…
Un año después Eluney y Dreylo tuvieron un hijo.
El parto salió perfecto, de no ser porque el esfuerzo fue mucho para Eluney. Su enfermo cuerpo no pudo soportar el rigor del parto y murió al nacer el niño.
El funeral fue muy reservado, sólo asistieron la familia de la difunta y Dreylo, con su bebé en brazos.
Después de que enterraron a Eluney, sus familiares se acercaron a Dreylo. Con una mirada de odio que Dreylo nunca había visto. Se acercaron y, al detenerse y ver al niño, su odio aumentó.
—Así que este es el bicho que mató a nuestra Eluney—dijeron—. Maldito sea por quitarnos el mejor regalo que nos dio el cielo. Que sufra durante toda su vida y la muerte sea su único descanso.
—En primer lugar, mi hijo no es un bicho, y en segundo lugar, Eluney murió feliz por haber dado vida a esta criatura. Ustedes deberían estar felices porque Eluney fue feliz hasta el último momento de su vida—la furia apenas y dejaba hablar a Dreylo.
Después de aquel episodio la vida transcurrió normal. Drog creció sin su madre (a veces miraba al cielo y la llamaba, con la vista fija en el color azul del firmamento), pero siempre contó con Dreylo.
Fue en la primera batalla de Drog cuando la maldición volvió a la memoria de Dreylo. Se preguntaba cómo era posible que su hijo se partiera los dos brazos en un mismo día y casi hubiera muerto. Dreylo intentaba no pensar más, pero no podía. Entonces una voz lo sacó de sus ensoñaciones.
—Mi señor—Zolken estaba frente a Dreylo.
— ¿Qué sucede?—demasiado tarde, Dreylo se dio cuenta de que las lágrimas corrían por su cara sin ningún impedimento. Se sintió herido en su orgullo porque Zolken lo encontrara sentado y llorando sin consolación, así que de manera muy discreta se levantó y se limpió la cara con el dorso de la mano.
— ¿Qué está haciendo aquí a estas horas? El día se acerca y debe descansar un poco antes de la partida—Zolken miraba a Dreylo con curiosidad, sin duda encontrar al líder alcunterino llorando era una situación extraña. En ese instante Dreylo— quien antes era para Zolken el líder perfecto, frívolo, calculador y decidido—se reveló ante el herrero como lo que en verdad era: un hombre solo que había sido privado del lujo del amor y que ahora sólo tenía el placer de la guerra para calmar las ansias de su espíritu. Todos estos pensamientos pasaron por la mente de Zolken a la velocidad del rayo, así que Dreylo no pudo adivinar lo que pasó por la cabeza del hombre. Antes de que cualquier otra cosa pasara, Zolken añadió—: Vamos, debe descansar para poder acabar con esta batalla. Ah, por cierto—añadió, sacando a Gollogh desde atrás de la espalda. La desenvainó y le mostró la hoja a Dreylo. A la fría luz de la madrugada, el alcunterino observó el nombre de la espada, escrito con la más fina caligrafía en la hoja del arma. Zolken le entregó la espada diciendo—: He terminado. Ahora acompáñeme, debemos dormir para prepararnos a lo que nos espere mañana.
En ese momento Dreylo volvió a la entera realidad: Eluney ya no estaba y en su lugar estaban las vísperas de una guerra.
La esperanza era lo único que mantenía en pie a Dreylo. Pero la esperanza se hacía débil con cada día que pasaba.
Cuando ocurría algún hecho que alegraba a Dreylo, cualquier cosa que le hiciera olvidar su sufrimiento, la esperanza crecía; cuando la alegría se disipaba, la esperanza se desvanecía casi por completo. Cada amanecer sentía como si el mundo se le viniera encima: el peso que sentía en corazón era igual al de los hombros y las manos. Cuando despertaba se quedaba un largo rato sentado en la cama mirándose las manos y preguntándose qué hacer, pero no encontraba respuesta.
Por otro lado, Dishlik, quien había esperado la llegada del invierno con ansias, ahora se estremecía al ver la menor cantidad de nieve. Le parecía que cuando el invierno llegara, con él llegaría el papel en el que firmaría su sentencia de muerte. El frío del ambiente era poco comparado con el que sentía recorrerle la espalda cada vez que veía caer copos de nieve desde la ventana del cuarto que le habían asignado en uno de los pisos intermedios del castillo.
Drog sentía que la vida, la cual hasta ahora empezaba a disfrutar, había tocado fondo. No veía la luz por ningún lado. Durante la noche se sentía más fuerte que nunca. Le parecía que ahora que la oscuridad era lo único que le aguardaba, ésta era su entorno natural y por lo tanto era invencible en él.
Markrors ni siquiera pensaba en eso. Sabía que si se ponía a pensar en La Desgracia, la desesperanza llegaría a su espíritu más rápida que el viento. Por lo tanto, trataba de ocupar su mente realizando otras tareas para el castillo. Ayudar en las cocinas, o en los exteriores de Alcunter, era más que estimulante, porque le ayudaba a sentir que lo que hacía valía para algo. Aún así, no se preocupó por el estado de las armas o el ejército. No sabía que iba a hacer Dreylo a continuación y en consecuencia no se atrevía a realizar actos que perturbaran a su señor más de lo que ya estaba. Ya que lo veía vagar por el castillo como sin rumbo, y una expresión terrible surcaba su rostro.
Ese sentimiento de abatimiento era contagioso. Al día siguiente ya toda la población del castillo vagaba de la misma manera que Dreylo: con la mirada pérdida y expresión de locura extrema.
Zolken, era, no obstante, un caso especial: había recibido órdenes explícitas de acabar su trabajo en el menor tiempo posible y eso haría. Reunió a casi el noventa por ciento de los habitantes del castillo y siguió impasible con su tarea. Sus gritos aumentaron de intensidad y frecuencia hasta el punto de que quedó sin voz, y ahora, para reprender a alguien, le pegaba con el martillo. Esto era favorable para la población de Alcunter, la actitud de Zolken impedía que la vitalidad escapara por completo de sus cuerpos. De no haber sido por el herrero, la historia hubiera tomado un curso completamente diferente…
Pero ni siquiera el ánimo de Zolken bastaba para que Dreylo se recuperara. Por el contrario, Dreylo se preguntaba constantemente cómo alguien podía aún tener ganas de hacer algo, dadas las circunstancias. La mayoría del tiempo, prefería caminar de aquí para allá. A solas, dándose un tiempo para sí mismo.
“He fracasado” se decía una y otra vez, luego se detenía, alzaba la vista al cielo y murmuraba en voz baja “Padre, te he fallado. A ti y a todos mis ancestros. No tengo perdón”. Olvidaba que había sido su padre quien había recibido a Qalerz en el castillo. Y, aunque lo hubiera recordado, no le hubiera importado: él creía ser el culpable de lo que ahora él llamaba la “futura caída de Alcunter” y nada de lo que le hubieran dicho lo hubiera convencido de lo contrario.
Porque así era Dreylo, cuando una idea entraba en su cabeza, nadie la sacaba.
De todas formas, todavía quedaba la esperanza de que Zolken pudiera hacer algo por salvar el Castillo Plateado, sin embargo, aunque Zolken pudiera ayudar en esa situación, se necesitaba más tiempo. Por ahora, la paciencia sería la virtud a aplicar en Alcunter…
Todos los alcunterinos veían pasar los días con la misma indiferencia. Para ellos, les hubiera importado lo mismo que nevara o que lloviera fuego. Después de todo, ninguno de esos dos fenómenos hubiera alterado en lo más mínimo su sufrimiento. Pero al fin llegó el día que sacó a todos los alcunterinos de tal estado y les renovó las fuerzas: Zolken terminó el arma.
Cuando el herrero hubo terminado su trabajo mandó llamar a Dreylo, y, por disposición del señor de Alcunter, Drog, Dishlik y Markrors también estarían presentes. Aunque el muchacho le aseguró que no sería necesario, ya que Zolken había reunido a toda la población del castillo en el salón principal del mismo para que todos vieran.
Los cuatro estaban entrenando como de costumbre y como podían. Si bien el clima no era el mejor y la desdicha cundía por Alcunter de una manera más alarmante que la peste. Ése día no había nadie más en el campo de entrenamiento.
Un muchacho de casi quince años llegó al lugar donde se encontraban los cuatro hombres y habló con Dreylo de inmediato:
—Mi señor, el herrero quiere hacerle saber que por fin el arma está lista—le dijo.
— ¿En serio?, dime ¿Cómo es?
—El herrero no ha dejado que la vea nadie, dice que usted tiene el derecho de verla primero.
Dreylo miró de nuevo al cielo: las nubes anunciaban nevada para aquella noche, estaban a mediados de enero; el invierno ya casi llegaba a su fin, y, si era cierto lo que decía en la carta de Walerz, la primavera marcaría la caída de Alcunter.
¿Por qué Zolken habría demorado tanto?
Dreylo le pidió al joven que lo llevara hasta donde estaba Zolken. Así que el muchacho los llevó alrededor de diversos pasillos hasta llegar a una puerta doble en el primer nivel. Se alcanzaban a escuchar cuchicheos desde afuera de la sala.
Dreylo y sus acompañantes abrieron las puertas dobles e irrumpieron en el lugar. El herrero Zolken se hallaba en la plataforma sobre la cual se encontraba el comedor de la familia real, sentados alrededor de todas las mesas destinadas para la gente común estaban los brandelkanos que había traído Dishlik consigo y los alcunterinos. El herrero iba envuelto en una capa de reluciente cuero negro que sólo permitía ver su cuello y su rostro. Dreylo no pudo ver por ningún lado la dichosa arma.
—Sigan, los estábamos esperando—el eco de la voz de Zolken inundó la sala; el eco aún no se había callado cuando Zolken prosiguió—: Drog, Dishlik, Markrors, si gustan tomar asiento. Mi señor Dreylo, si es tan gentil de acercarse.
Cada uno hizo lo que se le pedía, cuando Dreylo estuvo al lado de Zolken, éste prosiguió con un elocuente discurso:
—Hace poco, fuimos traicionados. Alcunter sufrió la peor humillación de todas; eso es algo imperdonable y ahora nos aseguraremos de que todos paguen por su atrevimiento.
”Recuerdo muy bien la razón por la que vine aquí hace unos pocos meses: me encargaron crear el arma más poderosa de la tierra. Ahora mi trabajo ha terminado y es hora de cobrar las cuentas pendientes.
Una gran ovación recorrió el comedor entero, luego, Zolken abrió su capa para mostrar una larga vaina con detalles muy hermosos, negra como el carbón y los detalles de rubí: complicadas figuras que Dreylo no comprendió al principio, pero que formaban una sencilla palabra: “Alcunter”. Apoyada en el suelo, el arma llegaba al hombro de Dreylo; los gavilanes en la empuñadura tenían la forma del cuerpo de un jaguar levantado sobre sus patas traseras apoyadas sobre un campo ensangrentado, hecho a base de esmeraldas y rubí también, con las delanteras extendidas de forma agresiva. Las manos se ubicaban entre las patas y frente al estómago del animal, y el guardamano era compuesto por las extremidades y la cola de la fiera, la cual se enrollaba alrededor del cuerpo, dejando el espacio necesario para que las manos pudieran acomodarse.
Aunque el arma era extremadamente hermosa, no fue suficiente para aplacar la tristeza de Dreylo, quien la disfrazo de ira y la expresó en forma de gritos:
— ¡Tú!—los gritos eran tan fuertes que incluso caía polvo del techo— ¡Viejo loco!, ¿Te has demorado casi tres meses para hacer una simple espada?, tú, que decías que Yostermac era un imbécil, él no se habría demorado tanto para hacer una espada, y menos con la ayuda de tanta gente. ¡Te voy a matar!—luego levantó los brazos, dispuesto a agarrar el cuello de Zolken y estrangularlo.
Dishlik se levantó y, con una rapidez increíble, contuvo el ataque de Dreylo, entonces Zolken dijo:
—Considere que mi trabajo posee mayor calidad, y también considere esto…
Zolken desenfundó la espada y Dreylo quedó petrificado: la hoja era del oro más puro.
—Estúpido—volvió a gritar Dreylo— ¿Si es de oro, no crees que pesará mucho, además de que no cortará nada?
—Acompáñeme—Zolken sonreía.
Dreylo accedió, de mala gana y obligado por Dishlik, el cual le aseguró que no se arrepentiría.
Fueron hasta el cuarto donde Zolken había forjado la espada, cuando llegaron, se pararon frente al yunque de trabajo. Zolken desenvainó la espada y se la entregó a Dreylo diciendo:
—Golpee el yunque.
Dreylo miró a Zolken con una mirada incrédula.
“Nada se pierde con intentarlo” se dijo.
Dreylo cogió la espada: para su sorpresa, era más liviana que una pluma.
Entonces, reuniendo todas sus fuerzas, dejó caer la espada sobre el yunque…
Nadie creyó lo que vio: el yunque se quebró como si hubiera sido madera ante un hacha poderosa.
La espada cayó con estrépito al suelo, Dreylo estaba boquiabierto, la razón no comprendía lo que acababa de ver, sin embargo, lo había visto.
Dreylo volvió a mirar a Zolken, el herrero sonreía con aire de suficiencia.
—Y bien, mi señor ¿Qué opina?—preguntó.
—Esto es magnífico—Dreylo apenas y encontró las palabras.
—Nada en Brandelkar o todo Cómvarfulián puede competir contra el poder que en estos momentos yace ante sus pies. Mucho oro se ha ido en la creación de la espada, Alcunter está ahora casi en la ruina, pero es seguro que usted ganará la guerra y entonces todo mejorará.
Dreylo volvió a mirar a Zolken, por un momento furioso de nuevo, ya que casi todo su oro se había ido en la creación de la espada. Volvió a mirar la espada y preguntó:
— ¿Cómo has hecho esto?
—Con un poco de talento todo se puede.
—Pero, esto es lo mejor que visto en mi vida. Zolken, pide lo que quieras y eso tendrás.
—Pues bien—respondió el herrero—: Se lo diré a su debido tiempo.
—Como quieras—Dreylo sintió de nuevo que volvía a ser el de antes: volvió a reunirse con todos los hombres, y, levantando la espada, gritó:
— ¡Es hora de ganar esta guerra!
Una ovación salió de la garganta de todos los hombres.
— ¡A entrenar Alcunter!, ¡Los preparativos para marchar comienzan ahora mismo!
De nuevo los hombres gritaron, y acto seguido marcharon al campo de entrenamiento a cumplir las órdenes de su señor.
Dreylo bajó la espada murmurando para sí:
—Un arma de este poder necesita un nombre. Te llamaré Gollogh.
—Disculpe, ¿Por qué el nombre?—preguntó Zolken.
—El perro que custodiaba las puertas de Alcunter e impedía el acercamiento de los enemigos se llamó así. Su nombre proviene de un lenguaje mucho más antiguo que el nuestro y no sé que significa. Pero el perro defendió con valentía el castillo, todos nuestros enemigos le temían. Fue objeto de burla por parte de Brandelkar al ser usado como el código secreto para hablar de Alcunter. No soportaré esta humillación, por lo tanto, al llevar el mismo nombre, quiero que esta espada infunda tanto temor y respeto como el guardián de hace tiempo.
—Bien—dijo Zolken—, en ese caso, permítame su espada un día más. Con mis habilidades, grabaré el nombre de la espada sobre la hoja para que todos sepan a qué se enfrentan.
Dreylo receló un momento, pero luego le cedió el arma a Zolken. Con una sonrisa en la cara, feliz como no lo estaba desde hacía años.
Después Dreylo, Drog, Dishlik y Markrors fueron a entrenar también.
Si había una sola persona en Alcunter que no tuviera nada que hacer, ayudaba con los preparativos para la marcha, Dreylo calculaba que sería dentro de siete días si hacían todo a la rapidez que había impuesto Zolken para la creación de Gollogh. Lo cual ya no era muy difícil, ya que el pueblo se había acostumbrado a trabajar así.
La gente engrasaba y pulía las armas, las ropas eran acondicionadas para el invierno, las cotas de malla eran reparadas: todo el castillo estaba en movimiento.
Mientras los días pasaban y se acercaba la hora de partir, Dreylo y Dishlik hablaban constantemente acerca de lo que harían a continuación.
La noche anterior a la partida, Dishlik habló de la última cosa importante.
—Mi señor—comenzó—. Esto era algo que quería dejar para el final. Pues es nuestra segunda esperanza para ganar. Era la primera hasta que Zolken forjó su espada.
”Como resulta evidente todo comenzó cuando se descubrió nuestra alianza. Tuve que acelerar el plan: así que busqué a Nímer por todas partes para pedirle la ayuda que esperaba de él.
”No lo encontré, como es de suponer después de la batalla de la avanzadilla. Mas ahora me pregunto, si Disner quería en verdad agarrarme, ¿Por qué no dejó que yo hablara con Nímer y luego Nímer contarle a él?, Tal vez Disner no pensó que yo haría eso. En ese caso es un tonto y ha marcado su destrucción. Pero si sabía que yo buscaría a Nímer ¿Por qué no le permitió encontrarse conmigo?
—Quizá Disner no haya obligado a Nímer a nada—le dijo Dreylo, pese a saber que sonaría cruel prosiguió—. Quizá Nímer se dio cuenta de lo que pasaba y eligió a Brandelkar antes que su amistad. En cuyo caso no eran tan amigos después del todo.
Dishlik se quedó callado. Su cerebro no había querido tener en cuenta aquella posibilidad, resultaba demasiado dolorosa.
—Bueno, como decía. El punto fue que, al no poder encontrar a Nímer, le pedí el favor a otra persona: su nombre es Bosner, hijo de Blam. No es lo que yo habría llamado una gran ayuda. Pero ahí está, dispuesto a cumplir su misión.
”Verá mi señor, los cuernos de guerra que se realizan en Brandelkar fueron construidos por Zolken hace ya unos años. El favoritismo de Zolken por el oro se notaba ya en esas épocas: ya que los cuernos también los hizo de oro, no son pesados y producen un sonido muy armonioso. Aunque al principio tuvimos las mismas dudas que usted respecto a la utilidad de los cuernos. Nuestras dudas quedaron despejadas cuando probamos los artefactos. Por eso le decía que no se arrepentiría del trabajo de Zolken.
”Pues en lo que íbamos, antes de irme, me lleve todos los cuernos de guerra del castillo, y, le dije a Bosner que cuando oyera la llamada del cuerno, abriera las puertas del castillo. Entrar a Brandelkar no será difícil.
—Parece un buen plan—dijo Dreylo—. Cuando lleguemos a Brandelkar veremos su efectividad.
El señor de Alcunter dio por terminada la reunión, y fue a las terrazas del castillo a contemplar el firmamento.
Dreylo subió todas las escaleras del castillo y se halló en el exterior.
Una vez allí, desenvainó la que había sido su espada hasta esa mañana y practicó él contra nadie, una batalla que no acabaría nunca pero que Dreylo quería ganar.
Unas pocas horas después, Dreylo descansó observando el cielo, sentado en el suelo de la terraza y recostado contra una pared de piedra. El frío de la noche no era nada comparado con el de su corazón.
La belleza de las estrellas lo llenaba y le reconfortaba el espíritu y le recordaban a su padre, a partir de mañana vengaría la humillación de la que había sido víctima Kreylo.
Aunque entre toda la felicidad, recordaba a alguien más, ese alguien lo llenaba de tristeza, y su belleza era muy superior a la de las estrellas, o a la de la tierra misma, y ese alguien era quien le producía el frío dentro de él..
Se trataba de la madre de Drog, Dreylo no quería recordar su nombre para no producirse más tristeza. Pero de todas maneras quería recordar un poco
Aún Dreylo podía recordar cómo la había conocido:
Pudo verse a sí mismo de veinte años otra vez, cabalgando con su padre en una cacería. Consiguieron muchas presas, pero en el viaje de vuelta, un jabalí surgió de la nada y tiró a Dreylo al suelo, matando a su caballo. Dreylo se levantó a toda prisa y se enfrentó al jabalí mientras su padre llegaba. Pero la bestia era superior a Dreylo, y el muchacho acabó con muy graves heridas antes de que su padre llegara y matara al monstruo. Dreylo se desmayó al perder mucha sangre…
En ese momento la memoria de Dreylo se interrumpe hasta el momento en que despertó tendido en un lecho, y, frente a él, estaba la muchacha más hermosa que hubiera visto. Con unos ojos más luminosos que las estrellas, una sonrisa que opacaba a la luna en blancura y perfección y su cabellera más radiante que el sol. Dreylo no pudo fijarse en nada más: su mirada era atraída de inmediato por los ojos de la joven.
— ¿Dónde estoy?—fue lo único que acertó preguntar.
—En la enfermería del castillo—le respondió la joven.
Eso explicaba porque Dreylo no reconociera el lugar donde se encontraba: nunca había sido herido de gravedad y nunca había necesitado cuidado alguno en la enfermería.
Tal vez su cara expresara cierto desconcierto, ya que la muchacha dijo:
—Yo soy la aprendiza de enfermería de Alcunter.
Por eso era que Dreylo nunca la había visto.
—Mi nombre es Eluney—le dijo la joven.
De vuelta en el presente una lágrima solitaria se escurrió por la mejilla de Dreylo: había intentado no recordar su nombre, mas le había resultado imposible. El amor que recordaba se mezclaba con el dolor que sentía en ese preciso instante.
Decidió seguir recordando…
Eluney, era un nombre muy bello.
Dreylo intentó levantarse, pero Eluney lo retuvo. El tacto de aquella mano tan tersa, tan suave, inmovilizó a Dreylo más que las pocas fuerzas que aplicaba Eluney para retenerlo.
— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?— preguntó Dreylo.
—No mucho, día y medio tal vez. Sin embargo las heridas que le han sido provocadas aún no están curadas del todo, por lo que tendrá que quedarse unos día más.
Dreylo intentó levantarse de nuevo, quería volver a sentir el tacto de Eluney, y, en efecto, eso fue lo que consiguió; además de unas palabras más:
—No, debe quedarse unos pocos días más.
“Si de por mí fuera, me quedaría aquí toda la vida” pensó Dreylo. Sin embargo, no dijo ni hizo nada más.
Dreylo se mejoró a los pocos días, y, con gran dolor de su parte, se marchó.
Aunque no para siempre: Dreylo cada vez iba más seguido a los exteriores por cualquier razón, y se lastimaba a propósito para volver.
También se dejó ganar en muchos entrenamientos con el mismo objetivo, por lo que, además, su estilo de pelea bajó y nunca pudo recuperarlo.
“Todo sacrificio vale la pena” se decía cada vez que trasponía la entrada de la enfermería y volvía a ver a Eluney. Durante estas visitas, Dreylo, tendido en su cama, hablaba con Eluney cuando la muchacha tenía un tiempo libre. De esta manera fueron logrando una amistad que a Dreylo llenaba de alegría.
Debido al método usado para ver a Eluney, Dreylo consiguió cicatrices que le daban la apariencia de un experimentado guerrero, aunque en realidad era sólo un hombre enamorado.
Durante los días que siguieron, y, también, durante el resto de su vida, Dreylo no se explicó por qué no reclamaba a Eluney como esposa. Sin duda por ser el futuro señor de Alcunter el deseo le sería cumplido de inmediato. Quizá era que simplemente quería conquistarla, sin importar que tuviera que hacer. El hecho era que si conquistaba a Eluney por sus propios medios como cualquier hombre normal, su triunfo sería diez veces más grande.
Si todo hubiera salido como Dreylo había deseado, su vida y la de Drog no hubieran sido tan crueles…
De nuevo en el hoy, otra lágrima se resbaló por la mejilla de Dreylo; los recuerdos se amontonaban y Dreylo no pudo detenerlos.
Era un frío día de invierno, un invierno muy cruel; y, Eluney, tras la muerte de la enfermera principal y madre de la chica, se encontraba más atareada que de costumbre: muchas personas llegaban a la enfermería con fuertes resfriados e incluso peores enfermedades y era deber de Eluney atenderlos a todos. Un día, Dreylo llegó a la enfermería con un resfriado no muy fuerte pero que le impedía realizar sus tareas diarias a plenitud, pidiendo a Eluney su ayuda. La enfermera le dio una infusión de hojas secas de saúco, por ese entonces llamado mëqyon, y le ordenó que volviera otras dos veces para volverla a beber: orden que Dreylo obedeció al pie de la letra.
Pero nada es eterno. Las hojas de mëqyon muy pronto se acabaron y en Alcunter no había ningún árbol de este tipo, por lo que Eluney tuvo que ir al bosque circundante a Alcunter para buscar más hojas. Dreylo se ofreció a acompañarla para protegerla de los peligros del bosque y la rudeza del invierno.
“Aunque es muy poco probable que en medio del invierno encontremos árboles de mëqyon o animales que representen algún peligro para nuestras vidas, es mi única oportunidad” se dijo.
Partieron al amanecer del día siguiente, montados en sus respectivos caballos, en busca de una esperanza para Alcunter.
Al poco tiempo, llegaron a la zona donde se daba el mëqyon, y, como era de esperar, los árboles estaban desnudos y cubiertos de nieve. De hecho, en ese momento, una copiosa tormenta azotaba la región y les congelaba cualquier parte del cuerpo expuesta al aire y el viento.
Dreylo ni siquiera pudo bajarse del caballo.
—Y bien—le dijo Eluney— ¿Nos devolvemos o buscamos otro sitio donde halla árboles de mëqyon?
Dreylo sabía que era muy poco probable que encontraran árboles con frutos en invierno, pero no quería volver a casa tan pronto y sin haber hecho lo que quería.
“No perdemos nada con intentarlo” se convenció a sí mismo para poder continuar bajo aquel frío aterrador.
—Continuemos—dijo.
Reemprendieron la marcha. El galope les enfriaba la cara y los irritaba; los caballos, aunque calientes, estaban ya cansados.
Anochecía cuando llegaron a otro lugar donde esperaban encontrar árboles de mëqyon; aunque fuera una hoja. Pero allí tampoco había nada, y Dreylo aún no se atrevía a lanzarse…
A mitad de camino rumbo a las orillas del río Larden, el frío fue tan aterrador que los caballos murieron congelados. Por fortuna, Dreylo iba equipado con vestimentas que lo calentaban más, al igual que Eluney. Y habían llevado un licor especial que los mantenía calientes, como si el fuego más abrasador del mundo les recorriera las venas; no les habían dado a los caballos porque no podían darse aquel lujo, ahora tenían pagar las consecuencias de sus actos: debían seguir a pie.
Anduvieron todo aquél día hasta que la frialdad de la noche les congeló tantos los huesos que no pudieron continuar, aunque Dreylo sabía que esto era en parte un error, ya que si querían seguir calientes debían mantenerse en movimiento. Mas Dreylo sabía que había otras maneras de mantenerse calientes, no se atrevía a comentarlo con Eluney; pero después de un tiempo, cuando esa alternativa se presentó como su única salida, Dreylo no tuvo otra opción. Así que, reuniendo fuerzas, tanto como para poder mover la boca como para poder decirle lo que tenía que decirle a Eluney, dijo:
—Eluney, si vamos a pasar la noche aquí, debemos abrigarnos lo mejor que podamos y debemos dormir juntos para reunir más calor.
Eluney puso cara de desconcierto y un poco de miedo. Dreylo ya se lo esperaba, reunió más fuerzas y añadió.
—Si no hacemos esto moriremos, a menos que quieras seguir caminando bajo esta tormenta tan cruel. Y no es necesario que te recuerde que todos cuentan con nosotros.
Eluney accedió, no de buenas maneras. Pero accedió y eso era suficiente.
Se acostaron, cubriéndose con todas las mantas que tenían, y acercándose el uno al otro todo lo que se atrevieron, y así tuvieron que pasar la noche. Sin embargo no fue suficiente: el frío era muy penetrante y sintieron que las mantas sólo sirvieron para aumentar su peso.
Pero con frío y todo, la mañana llegó. La luz del sol los calentó más que esas mantas. En parte era porque sentir de nuevo las señales de vida que les daba la luz solar era más que un aliento.
Reemprendieron la marcha a eso de las nueve de la mañana, pero no pudieron avanzar mucho, ya que una tormenta los azotó y se sintieron desnudos, tal era la magnitud del frío.
—No sirve de nada—gritó Dreylo, a duras penas haciéndose oír sobre la tormenta—. Debemos regresar o morir.
—Pero, ¿Y el mëqyon? Si no lo llevamos la gripa se convertirá en pulmonía y muchos morirán.
—Si continuamos así, moriremos tarde o temprano y no llegaremos a nuestro destino a tiempo. Moriremos nosotros y morirán los enfermos del castillo. Si regresamos ahora, es posible que aún se pueda hacer algo.
—Este poder de convencimiento debería usarse en otras cosas, y no en mí—terminó Eluney, y reemprendieron el viaje de vuelta.
El viaje de vuelta fue mucho más lento que el de venida. En parte porque ya no había caballos que los transportaran y en parte porque el frío les impedía moverse con soltura.
Sin embargo, pudieron estar a no más de una hora de marcha del castillo. Pero en ese momento, Eluney cayó: con la piel ya azul, e inconsciente.
Dreylo se arrodilló junto a ella, sintiendo un gran dolor en el alma. No quería perder a Eluney.
No se sentía capaz de llorar. Primero, porque su orgullo no se lo permitía. Y segundo, creía que si se ponía a llorar las lágrimas se congelarían en su cara y de seguro moriría.
Un movimiento casi imperceptible del pecho de Eluney le indicó a Dreylo que ella seguía viva.
El muchacho se quitó gran parte de sus ropas y se las cedió a la joven, luego, reuniendo todas las fuerzas que tenía, la alzó y la llevó en brazos a Alcunter. O al menos eso intentó, pero el cansancio lo derrumbó.
Y no supo nada más.
Lo siguiente que Dreylo recordó es que despertó en un lecho y, junto a él, estaba Eluney. Tal cual como se habían visto la primera vez.
Pero esta vez Dreylo dejó ver todo lo que tenía en su interior. Le confesó a Eluney todo lo que sentía por ella, sin callar ni una sola verdad. Porque sólo poniendo el corazón a los pies de quienes quieres puedes de verdad ser querido. Todo dando nada perderás.
¡No puedo callarme más!—casi gritó—. Si no te digo esto siento que mi corazón explotará. Quiero gritarlo, pero algo me lo impide. Me siento estúpido ante tal contradicción, pero ya me decidí. Eluney, debo decirte que te amo, como jamás amaré a ningún ser viviente. No puedo concebir mi vida sin ti. No hay palabras en ningún idioma que puedan describir tu belleza, ni lo que siento por ti. Por que ambos están más allá de cualquier lenguaje.
Dreylo dijo muchas más cosas: la belleza del mundo, y cómo ésta se opacaba ante Eluney. El sentido que la chica le daba a su vida. La necesidad de verla, sentir su presencia y su tacto; algo que le indicara que ella estaba allí. No dejó ni un solo sentimiento oculto, y cuando Dreylo acabó, un silencio de muerte cayó sobre el recinto.
—Esto es una de las cosas más bellas que me han dicho. Ahora puedo ver tu interior, y es muy hermoso. Y eso es lo que importa, ya que los exteriores se gastan muy rápido. Pero, aunque todo esto es muy bello, lamento decirte que no puedo corresponderte. Mi corazón pertenece a otro—en ese momento la cara de Eluney adoptó una expresión de gran tristeza.
Y si la cara de Eluney estaba triste, la de Dreylo lo estaba aún más. No podía pensar en una vida sin Eluney. Prefería la muerte antes que perderla.
Pero no iba a rendirse. Debía tener a Eluney, y, para conseguir su objetivo, necesitaba saber quién tenía el corazón de Eluney. Así que le pidió el favor a unos cuantos de sus hombres para que la vigilaran noche y día para descubrir a aquel desgraciado que le había quitado la felicidad y la vida a Dreylo.
Unos meses después, sus hombres llegaron con unos resultados sorprendentes.
—Mi señor. Hemos vigilado a la enfermera y nunca la hemos visto con ningún hombre. Está por completo dedicada a su trabajo.
Dreylo mandó llamar a Eluney y le pidió una explicación.
— ¿Qué hacía usted vigilándome?—fue lo primero que le preguntó Eluney.
—Simplemente no quiero perderte, eres mi vida y haré lo que sea por ti. Simplemente quiero saber el nombre de aquel que me quitó tu amor y me lanzó a la Oscuridad.
Una lágrima se escurrió por la cara de Eluney y se lanzó a los brazos de Dreylo diciendo entre sollozos:
—Todo era mentira. Te amo más de lo que tú me amas a mí, pero lo nuestro no puede ser. Tengo una enfermedad incurable: mi cuerpo se desgasta más rápido que lo normal. Moriré en veinte años aproximadamente. Por eso no puede ser.
—Si en verdad me amarás me hubieras dicho todo desde el principio. Ya que tienes un tiempo más corto que el normal debemos aprovechar lo que queda. ¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? Ya estaríamos casados—el dolor se reflejaba en la cara y la voz de Dreylo.
—No te lo dije para no hacerte sufrir.
—Sufro más si tú no estás aquí, conmigo.
Eluney calló por un momento, luego dijo:
—No creo que a mi familia le guste mucho la idea.
—Es tu decisión, no la de ellos.
De nuevo en el presente, Dreylo se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro. Los recuerdos ya se amontonaban en su mente en un confuso orden y a mayor velocidad.
Y un recuerdo se sobrepuso a los otros:
Dreylo estaba frente a Eluney, cogidos de la mano dentro de una gran edificación, enfrente de los dos estaba un hombre, diciendo:
—Los declaro marido y mujer.
Luego los días fueron felices, por un corto período de tiempo…
Un año después Eluney y Dreylo tuvieron un hijo.
El parto salió perfecto, de no ser porque el esfuerzo fue mucho para Eluney. Su enfermo cuerpo no pudo soportar el rigor del parto y murió al nacer el niño.
El funeral fue muy reservado, sólo asistieron la familia de la difunta y Dreylo, con su bebé en brazos.
Después de que enterraron a Eluney, sus familiares se acercaron a Dreylo. Con una mirada de odio que Dreylo nunca había visto. Se acercaron y, al detenerse y ver al niño, su odio aumentó.
—Así que este es el bicho que mató a nuestra Eluney—dijeron—. Maldito sea por quitarnos el mejor regalo que nos dio el cielo. Que sufra durante toda su vida y la muerte sea su único descanso.
—En primer lugar, mi hijo no es un bicho, y en segundo lugar, Eluney murió feliz por haber dado vida a esta criatura. Ustedes deberían estar felices porque Eluney fue feliz hasta el último momento de su vida—la furia apenas y dejaba hablar a Dreylo.
Después de aquel episodio la vida transcurrió normal. Drog creció sin su madre (a veces miraba al cielo y la llamaba, con la vista fija en el color azul del firmamento), pero siempre contó con Dreylo.
Fue en la primera batalla de Drog cuando la maldición volvió a la memoria de Dreylo. Se preguntaba cómo era posible que su hijo se partiera los dos brazos en un mismo día y casi hubiera muerto. Dreylo intentaba no pensar más, pero no podía. Entonces una voz lo sacó de sus ensoñaciones.
—Mi señor—Zolken estaba frente a Dreylo.
— ¿Qué sucede?—demasiado tarde, Dreylo se dio cuenta de que las lágrimas corrían por su cara sin ningún impedimento. Se sintió herido en su orgullo porque Zolken lo encontrara sentado y llorando sin consolación, así que de manera muy discreta se levantó y se limpió la cara con el dorso de la mano.
— ¿Qué está haciendo aquí a estas horas? El día se acerca y debe descansar un poco antes de la partida—Zolken miraba a Dreylo con curiosidad, sin duda encontrar al líder alcunterino llorando era una situación extraña. En ese instante Dreylo— quien antes era para Zolken el líder perfecto, frívolo, calculador y decidido—se reveló ante el herrero como lo que en verdad era: un hombre solo que había sido privado del lujo del amor y que ahora sólo tenía el placer de la guerra para calmar las ansias de su espíritu. Todos estos pensamientos pasaron por la mente de Zolken a la velocidad del rayo, así que Dreylo no pudo adivinar lo que pasó por la cabeza del hombre. Antes de que cualquier otra cosa pasara, Zolken añadió—: Vamos, debe descansar para poder acabar con esta batalla. Ah, por cierto—añadió, sacando a Gollogh desde atrás de la espalda. La desenvainó y le mostró la hoja a Dreylo. A la fría luz de la madrugada, el alcunterino observó el nombre de la espada, escrito con la más fina caligrafía en la hoja del arma. Zolken le entregó la espada diciendo—: He terminado. Ahora acompáñeme, debemos dormir para prepararnos a lo que nos espere mañana.
En ese momento Dreylo volvió a la entera realidad: Eluney ya no estaba y en su lugar estaban las vísperas de una guerra.
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